A Liana
					 
						 House by the railway
					 
				 
						 ¿Es el pelo? ¿El broche que las plantas ofrecen del mundo? Sus manos, entonces, se mueven ligeras como el viento de primeros de septiembre mientras mi voz, huracán de finales de agosto, esgrime razones que no caben en el corazón.  La razón y el corazón. No se ha hecho aún la noche y sin embargo, en el recodo de una vena, en el atisbo de una forma (que ya es silueta; más: sombra; más: sombra en la penumbra; más: silueta de sombra en la penumbra) parece querer existir fuego de invierno, frío de verano o, por exagerar la contradicción, un ansia brutal de abrazo y la calma de la tarde en un cigarro. 
Cuando su ausencia, la savia de las plantas.
Cuando su vuelta, el vino desde el amor a la vida de Kayyam.
El pie y la berenjena.
El brillo verde en el ocaso y el rugir, tímido, de un trueno que vino de la sierra y se quedó a la entrada de la capital.
No pueden las noticias venidas del otro lado del mundo más que hacernos sonreír. Y sentimos, en la brisa, que el mal se ha alejado y entre nosotros surge una mano que toma la otra mano; un pie que se posa en el muslo (delgado el muslo, listo para acoger, en su delgadez, la delicadeza de su pie) y el pantalón que se ajusta a ella como la segunda piel de la manzana.
Porque el perro juega, nos reímos. Porque la noche llega, nos advertimos. Porque el vendaval pasa, nos acogemos y así, en esa quietud de las tormentas que no llegaron a descargar, nos hablamos con la verdad de que somos capaces los seres humanos. Y nos miramos a los ojos. Y nos sonreímos en las bocas y vamos hurgando, con el cuidado de los recién nacidos, en lo que creemos que fue, en lo que creemos que marcó este presente, siempre rodeando la sima y la cima (al mismo tiempo).
No recuerdo ahora cuándo ni por qué abandonamos la terraza. Sé un vaivén anormal del olmo (no había viento y la luz de una aeronave se perdía por el noroeste). Sé un atisbo de congoja y pensar, No pienses. Sé las campanas de una iglesia cercana. Sé su pelo recogido como hace tantos años las niñas de los colegios de monjas. Sé el olor de lo antiguo. Sé el viaje que tuvimos.
				 Cuando su ausencia, la savia de las plantas.
Cuando su vuelta, el vino desde el amor a la vida de Kayyam.
El pie y la berenjena.
El brillo verde en el ocaso y el rugir, tímido, de un trueno que vino de la sierra y se quedó a la entrada de la capital.
No pueden las noticias venidas del otro lado del mundo más que hacernos sonreír. Y sentimos, en la brisa, que el mal se ha alejado y entre nosotros surge una mano que toma la otra mano; un pie que se posa en el muslo (delgado el muslo, listo para acoger, en su delgadez, la delicadeza de su pie) y el pantalón que se ajusta a ella como la segunda piel de la manzana.
Porque el perro juega, nos reímos. Porque la noche llega, nos advertimos. Porque el vendaval pasa, nos acogemos y así, en esa quietud de las tormentas que no llegaron a descargar, nos hablamos con la verdad de que somos capaces los seres humanos. Y nos miramos a los ojos. Y nos sonreímos en las bocas y vamos hurgando, con el cuidado de los recién nacidos, en lo que creemos que fue, en lo que creemos que marcó este presente, siempre rodeando la sima y la cima (al mismo tiempo).
No recuerdo ahora cuándo ni por qué abandonamos la terraza. Sé un vaivén anormal del olmo (no había viento y la luz de una aeronave se perdía por el noroeste). Sé un atisbo de congoja y pensar, No pienses. Sé las campanas de una iglesia cercana. Sé su pelo recogido como hace tantos años las niñas de los colegios de monjas. Sé el olor de lo antiguo. Sé el viaje que tuvimos.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/09/2013 a las 20:39 |