Apócrifo atribuido a Isaac Alexander
¡Hijos míos! No los nacidos de mi semen, ni del útero de mi amada esposa la cual yace muerta en un páramo polaco tras haber sido violada por delante y por detrás y por la boca y por los ojos por unos lobos que la confundieron con una de su especie.
¡Hijos míos!, vuelvo a escribir, no os dejéis caer en manos de la indignidad, no supongáis que todo está hecho, que el hierro es un mineral ya forjado en las entrañas de la tierra y que sólo hay que entrar en ellas (como los lobos entraron en las de mi difunta esposa) para extraer espadas o tubos o tenazas. Hay que transformar el hierro en herramientas como hay que transformar el talento en medio de subsistencia. Miráis con los ojos forjados en el miedo. Desde niños os dijeron que más valía ser sumiso que audaz y os obligaron con las penas corporales a aceptar semejante dislate ¿Qué hubiera sido de la especie si a todos, desde niños, nos hubieran enseñado los fundamentos de la valentía, los principios de la dignidad, el sustrato de dioses que yace en cada uno de nosotros? ¿Qué hubiera sido de ti (que hoy te levantas asustado porque crees, casi religiosamente, que el mundo es un lugar hostil donde nadie te va a mirar a los ojos y va a ver esa luz maravillosa que emanas, ese talante de ser vivo cuyos órganos mantienen la pura esencia de Gaia en cada una de sus células) si no hubieras conocido la palabra miedo?
¡Hijos míos! Yo he llorado en el páramo ante el cuerpo descuartizado de mi esposa. He visto las dentelladas en sus caderas (tan amadas en los días de la juventud cuando agarrarme a ellas era como columpiarme entre dos ninfas bajo un cielo de aromas llenos de sensualidad). He visto luego -tras la larga marcha de la vida- las miserias y he sentido el peso del fracaso largo tiempo cuando creía todo lo que me enseñaron para doblegarme la cerviz. Ahora, vacío y sin miedo, quiero alargaros estas palabras por si os sirven de aliento y si así fuera repetiros por última vez, ¡Hijos míos, no, no tengáis miedo!
¡Hijos míos!, vuelvo a escribir, no os dejéis caer en manos de la indignidad, no supongáis que todo está hecho, que el hierro es un mineral ya forjado en las entrañas de la tierra y que sólo hay que entrar en ellas (como los lobos entraron en las de mi difunta esposa) para extraer espadas o tubos o tenazas. Hay que transformar el hierro en herramientas como hay que transformar el talento en medio de subsistencia. Miráis con los ojos forjados en el miedo. Desde niños os dijeron que más valía ser sumiso que audaz y os obligaron con las penas corporales a aceptar semejante dislate ¿Qué hubiera sido de la especie si a todos, desde niños, nos hubieran enseñado los fundamentos de la valentía, los principios de la dignidad, el sustrato de dioses que yace en cada uno de nosotros? ¿Qué hubiera sido de ti (que hoy te levantas asustado porque crees, casi religiosamente, que el mundo es un lugar hostil donde nadie te va a mirar a los ojos y va a ver esa luz maravillosa que emanas, ese talante de ser vivo cuyos órganos mantienen la pura esencia de Gaia en cada una de sus células) si no hubieras conocido la palabra miedo?
¡Hijos míos! Yo he llorado en el páramo ante el cuerpo descuartizado de mi esposa. He visto las dentelladas en sus caderas (tan amadas en los días de la juventud cuando agarrarme a ellas era como columpiarme entre dos ninfas bajo un cielo de aromas llenos de sensualidad). He visto luego -tras la larga marcha de la vida- las miserias y he sentido el peso del fracaso largo tiempo cuando creía todo lo que me enseñaron para doblegarme la cerviz. Ahora, vacío y sin miedo, quiero alargaros estas palabras por si os sirven de aliento y si así fuera repetiros por última vez, ¡Hijos míos, no, no tengáis miedo!
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Narrativa
Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/03/2009 a las 11:28 | {0}