Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Decimonoveno día


Me dice Oliveira, Tiremos el muerto. Lo cogemos, él por los tobillos, yo por las axilas y lo lanzamos al río que se lo traga de inmediato en su propia oscuridad. Antes de que lleguemos al bohío escuchamos animales carnívoros en busca del alimento.
Dice Oliveira al dueño, Ni una palabra de esto. Sírvenos dos rones con un chin de limón. ¿Te gusta el ron? Le respondo que sí.
Miro a Oliveira. No sé cómo agradecerle la vida que me acaba de alargar. Al final levanto mi vaso de ron y sólo le digo, Gracias. Oliveira sonríe y se bebe el ron de un solo trago.
A lo largo de la noche Oliveira y yo nos hacemos amigos. Se decía antiguamente que en un principio los Hombres eran seres completos con dos cabezas, cuatro brazos, los dos sexos y que era tanto su poder que los dioses del Olimpo (y muchas otras mitologías) decidieron separarlos para debilitar su potencial. A mí sólo me ha pasado con Oliveira que sintiera de inmediato un amor inmenso, un deseo constante de estar con él, de compartir con él todo lo que durante tantos años me había guardado para mí solo. Oliveira fue el hombre que me enseñó que la generosidad y la confianza no son una cuestión de tiempo, son una cuestión de alma (ahora lo llaman empatía). Recuerdo de aquella noche las risas que surgieron casi de inmediato y me sorprendí en un momento al pensar que hacía apenas tres horas una faca iba a hundirse en mi hígado y allí iban a acabar mis días que hasta ese momento habían sido tan miserables como los de cualquier ser humano.
Me dice Oliveira, Fíjate que la imagen del amor es el amor a la vida. Piensa en los trabajos y fatigas de todos y cada uno de nosotros; piensa si quieres en las fatigas de lo más golpeados por la fortuna y en ese afán por seguir vivo, descubrirás la esencia del verdadero amor; el amor es dar y nosotros nos damos a la vida, sea ésta como sea. Por eso creo que el hombre que se suicida realmente nunca supo amar. Lo que no es mejor ni peor que saber. Es una cuestión de sentimientos.
El dueño del bohío quiere cerrar. Me pregunta si me quedo allí. Le digo que sí. Me invita Oliveira a su casa. Dice el dueño que lo pagado no se devuelve. Acepto la invitación de Oliveira.
Mientras caminamos por unos senderos que me va descubriendo Oliveira en la oscuridad selvática, me atrevo a preguntarle porqué me ha salvado. Oliveira calla un largo rato, un rato que a mí se me hace eterno, que me llega a hacer dudar si he hecho bien al hacerle esa pregunta. Por fin Oliveira me responde, Me gusta la vida y ese hombre quería acabar con ella. Tú no hacías nada. Sólo esperabas. No es importante. Ya llegamos.
Le digo a Oliveira, Tu nombre viene de olivo y yo me llamo Olmo. Los dos somos árboles.
Sonríe Oliveira. En la oscuridad se vislumbra una construcción tosca de madera.
Cuando le conozco Oliveira tiene setenta años. Yo acabo de cumplir veintisiete.
Duerme, me dice Oliveira, duerme, hijo. Es la primera vez que un hombre me llama hijo. Tumbado en una cama hecha de paja, junto a un hombre que me acaba de salvar la vida, pienso en mi madre. Pienso que le digo, Mamá, Oliveira me ha llamado hijo.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/08/2014 a las 21:48 | Comentarios {0}


Decimoctavo día


Hay un güisqui encima de una barra de madera. Tras de mí corre el río Amazonas y un tipo mal encarado, con una larga cicatriz en su mano izquierda que acaba en el dedo corazón mutilado, me amenaza con destriparme si no abandono de inmediato el bohío. Yo no voy a abandonarlo, ni voy a permitir que ese hijo de mala madre se salga con la suya. La noche está cayendo y ya le he pagado al dueño por pasar la noche a cubierto y no al raso, en una selva que desconozco. Yo estoy mirando al tipo que evidentemente está borracho y tiene mal vino pero no está lo suficientemente borracho como para perder el equilibrio lo que lo hace más peligroso. Es fuerte y tiene cara de mala persona. Es una mala persona.
En la penumbra, fumando hierbas que huelen a rayos, un grupo de cinco indios se muestran del todo indiferentes a lo que está ocurriendo. Tras de mí una mujer sucia limpia una mesas con un trapo sucio. También parece india. Una india vieja. El dueño de bohío, tras la barra, sigue a su tarea como si la escena que está presenciando la hubiera visto mil veces y cualquiera de sus desenlaces no le sorprenderá; también los ha visto mil veces; seca vasos como podría estar espantando moscas. Yo sé que nadie va a mover un dedo por mí y también sé que si ese hombre está solo tampoco nadie va a mover un dedo por él. Pienso mientras veo cómo va abriendo con pereza una faca con una hoja de unos treinta centímetros, que los hombres tenemos mala follá; somos -recuerdo cada palabra de mi pensamiento en aquel atardecer en el río Amazonas- alimañas y siento pena por personajes como L'Adouanier Rousseau y sus seres puros. Cuando estos filósofos hablan del género humano ¿de qué género humano hablan? Entre ese negrero y yo, nada hay en común. Entre ese tipo que me va clavar la faca en las tripas y me las va a retorcer porque se le ha puesto en sus santos cojones hacerlo y porque para él una vida no es nada; entre ese tipo, pienso, y yo no hay nada en común y como no hay nada en común y como entre su vida y la mía prefiero con mucho la mía, no voy a permitir que ese pedazo de acero afilado se hunda en mi carne, ni tampoco que la faz del mal se imponga sobre el respeto a la vida en ese bohío junto al Amazonas. Al hombre se le han inyectado los ojos en sangre y ha abierto un poco la boca, como para tomar aire antes de lanzarse a por mí. Yo tengo una extraña tranquilidad, casi diría relajación como el antílope cuando ya es preso en las fauces del león y decide abandonarse y sufrir lo menos posible. Sólo que su primer movimiento, decidirá el curso de mi vida y esa sensación me atrae por una parte y por la otra me desespera. Cuando grita, me pilla desprevenido en mis lucubraciones y cuando veo la faca a punto de entrar por mi costado, sé que soy hombre muerto. Entonces escucho la detonación y veo un agujerito rojo que se dibuja de repente en la frente del malvado. Su gesto se congela. La faca cae al suelo antes que el hombre. Su mandíbula cruje al chocar contra mis botas. Ya no se mueve. Tras de mí escuchó la voz de mi ángel de la guarda. Es una voz antiquísima, como venida de la ciudad de Ur; es una voz que al oírla los indios, les produce temor y reverencia; es una voz que me saluda con estas palabras, Su espalda no merecía morir esta noche. Bebamos a su salud, si le apetece.
Así conocí al único hombre que ha sido mi Maestro -espero conocer a algún otro antes dejar este mundo- (él siempre decía que los maestros los hacemos los discípulos. Todo maestro que no es elevado a esa categoría por sus discípulos sino que él mismo se otorga semejante honor, nunca podrá serlo): Oliveira Noce.
Esta noche del 18 agosto, se cumplen veinticinco años de nuestro encuentro. Veinticinco años que han pasado porque él me los regaló.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/08/2014 a las 22:51 | Comentarios {0}


Decimoséptimo día


Vino. Foto de Olmo Z. (2014)
Vino. Foto de Olmo Z. (2014)
Recuerdo el día que venías por la alameda; tus cabellos, movidos por la brisa, eran rayos negros de luz; recuerdo la sorpresa y la ilusión de verte caminando hacia mí, mirándome a mí con el gesto preocupado; en ese momento, ante tus ojos negros y tus cabellos al viento, el dolor de la herida en la rodilla se me olvidó, sólo te miraba, absorto, pensando que eras un espejismo. Había necesitado siete puntos en la rodilla para que vinieras a buscarme al colegio.
Recuerdo una mañana de primavera que me hiciste cosquillas en las plantas de los pies para despertarme y yo, aunque despierto, no quería abrir los ojos.
Recuerdo una tarde de octubre en que me puse a chillar por teléfono con una desesperación tal que viniste corriendo y ansiosa me preguntaste qué ocurría y cuando te dije que Olga me había dejado, te echaste a reír y me dijiste, ¡Joder, qué susto me has dado!
Recuerdo cuando me fui de casa. No me acompañaste ni a la puerta y cuando iba a cerrar dijiste desde la salita mientras mirabas la televisión, Si algún día tienes que volver, ya sabes que esta es tu casa.
Recuerdo una noche que estabas borracha y viniste a mi habitación y con una mirada ebria y burlona me dijiste, mientras me golpeabas en las piernas y en los brazos, Tú serás igual que todos. Un pobre miserable ansioso de un coño. No, nadie tendrá mi coño en propiedad, ¿te enteras? Nadie. No siento en absoluto no haberte dado un padre. Te jodes y aprendes. Ojalá hubieras sido mujer porque así habríamos podido tirarnos de los pelos y habríamos sabido la una de la otra y no andaría, siempre por debajo, esa atracción bastarda, ese complejo de mierda que os hace ser seres mediocres, incapaces de crear. Nosotras somos las dueñas. ¿Lo entiendes? ¿lo entiendes hijo de mierda, nacido de una noche loca de tu madre, de una noche borracha de tu madre? Porque si no hubiera estado borracha, ¿de qué ibas a estar tu aquí? Sí, anda, hazte el dormido. Cabrón como todos. Cabrón.
Recuerdo cómo me tomabas la temperatura.
Recuerdo el miedo que te tenía y era tanto que ahora, cuando he hecho la ronda, he visto en los ojos de una mujer retratada por un pintor mediocre, algo de tu mirada cuando estaba turbia.
¿Por qué sufriste tanto, asquerosa? ¿Por qué llorabas tanto, hija de puta? ¿por qué te has muerto estando yo tan lejos si dicen que los muertos no se mueren hasta que aparece la persona de la que realmente se quieren despedir? ¿Por qué te he querido tanto? ¿Por qué te esperaba a la salida del colegio si sabía que aunque hubieras podido no habrías venido a por mí? ¿Por qué me dejaste ir y no me pediste que me quedara contigo que ya estabas vieja y seguro que ninguna polla diplomática quería acabar ya entre tus labios? ¿Por qué te has muerto justo ahora que estoy preso en este palacio? Te odio. Te desprecio. No quiero verte nunca más. No voy a recordarte nunca más. Diré que yo no tuve madre. Diré que nací en un orfanato. Nunca pronunciaré tu nombre, Wislawa. Nunca lo pronunciaré, mamá. Jamás volveré a escribirlo, Wislawa. Mamá, ¿por qué te has muerto y me has dejado aquí sin poder escupirte en la cara para abrazarte luego y dormir en tu regazo como nunca hice? No es verdad. No, no es verdad. Tú no estás muerta. Es una broma, ¿verdad, mamá? ¿verdad que es una broma?
Recuerdo una tarde en el circo. Habíamos hecho mucha cola porque era un circo muy bueno, un circo ruso, creo recordar. Yo tiritaba y aunque nunca te sobró el dinero te levantaste, me dijiste que no me moviera y volviste con un chocolate muy caliente y a mí aquello me hizo llorar y tú, secándome las lágrimas con el puño de tu abrigo de paño, me decías, No se puede ver a los leones muerto de frío. Muerto de miedo, sí pero muerto de frío no. Y a mí aquello me hacía reír mientras seguía llorando y no era capaz de demostrarte lo mucho que te agradecía ese chocolate caliente, lo mucho que te agradecía que me quisieras a veces.
Quizá por eso has muerto sin esperarme porque tú tampoco supiste lo mucho que siempre te he querido, lo mucho que me va a costar no volver a escribir tu nombre, Wislawa. Tu nombre, Wislawa. Tu nombre.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/08/2014 a las 22:05 | Comentarios {0}


Decimosexto día


Cuando pelaba patatas mi madre parecía una gran señora. Las mondas no eran tan sólo la piel de la patata sino que solía coger bastante del tubérculo. Mi madre decía, Nunca te hagas el pacato al pelar patatas o al cortar queso; si cuando cortes queso queda algo de él junto a la corteza, yerguete y se un señor. Claro, estas cosas las decía cuando ya llevaba su tercer vaso de vino y el rojo iluminaba de púrpura sus mejillas.
Mi madre se llamaba Wislawa y cuando la recuerdo siempre se me aparece a sus cuarenta años; vestía, como he escrito en otro capítulo de esta colección, con mucha sobriedad y con cierta pacatería y aún así no podía ocultar su pecho generoso, su cintura estrecha y sus caderas maduras; mi madre tenía un auténtico óvalo en su cara, sus cejas eras finas, sus ojos grandes y negros estaban quizás un poco separados de más; sus labios gruesos -que siempre me hicieron evocar ciertas aventuras de un antepasado nuestro que se hizo a la mar con unos corsarios ingleses y que llegado hasta América del Sur se encontró con una nativa de la que mi madre heredó el grosor de sus labios- hacían que su boca tuviera tal atractivo erótico que siempre he sentido cierta desconfianza con respecto de las personas de labios finos -como yo mismo que debo haber heredado los labios de mi padre agregado cultural en la embajada española-; las manos de Wislawa eran grandes y nervudas y al final de sus días eran en todo semejantes a los sarmientos debido a una artritis que la hundió en una larga agonía de dolores y maldiciones; las piernas de mi madre eran largas y lucían los tres huecos que según los estetas han de tener unas piernas perfectas de mujer: el primero en la parte superior de los muslos; el segundo a la altura de las corvas; el tercero en los tobillos; los pies de mi madre eran como sus manos y acabaron sufriendo los mismo dolores y provocaron las mismas maldiciones; recuerdo su olor cuando me dejaba dormir en su cama -muy pocas veces me dejó dormir junto a ella. Decía que si me dejaba me convertiría en el perrito faldero de la primera mujer que me hiciera tilín- era un olor dulce e intenso, diría que era un olor fuerte, un olor que tenía algo de selva tras el monzón o algo de desierto en la época más seca; un olor extremo diría; un olor animal; su aire era elegante, con cierta soberbia en su modestia al vestir; su movimiento con intensidad de tempo forte sugería al mismo tiempo un algo de leve como si una música militar hubiera sido arreglada para un baile de puesta de largo; yo no podría asegurar que mi madre no fuera inteligente sólo que siempre he tenido la impresión de que una persona que llora muchas noches al meterse en la cama y que además llora a escondidas, no puede ser muy inteligente porque por inteligente yo entiendo a la persona que se adapta al medio y lo acepta y lo lleva y yo tuve la impresión, desde muy niño, desde que recuerdo los llantos largos, inconsolables y en sordina de mi madre de que había en su vida una carencia que la devastaba hasta el punto de que casi cada cada noche de su vida lloró. Su alma polaca quizá.
Hablo tanto de mi madre porque murió hace hoy dieciséis días, murió justo el día que yo empecé a trabajar como guardés de este museo; necesito tanto este empleo que no he podido acudir a su incineración, ni tan siquiera se me ocurrió decírselo a mis jefes; pensé que a ella ya le daría igual que fuera a visitarla pasado un mes desde su muerte; tampoco hubiera podido pagarme el billete hasta Tirana; yo no sabía que ella iba a morir tras su confesión de que siempre le había encantado mamar pollas diplomáticas; y me daba vergüenza reconocer que no había ido a su último adiós y por eso dejé entrever que había estado junto a ella hasta el final; no estuve con ella hasta el final; ni me contó esa afición suya en su lecho de muerte; me lo contó en una nochebuena, hace ya unos años, borracha perdida y muerta de risa; sí, he inventado que estuve a su lado, y lo siento; sólo que pasan los días y me da la sensación de que cuando llegue ya nada de ella quedará en la urna; que su olor, su esencia, su como quiera llamarse se habrá evaporado ya y se estará alejando de este mundo que yo piso aún, lo piso de una manera mucho más irreal porque ella era uno de los cabos que me ataban a la realidad. Ya está dicho. Yo Olmo Z., hijo de Wislawa Z., no he estado en la incineración de mi madre y no sé cuándo podré viajar hasta Tirana para abrazarme a la urna donde reposan sus cenizas y pedirle perdón por todo el dolor que mi ausencia le haya podido causar.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/08/2014 a las 22:44 | Comentarios {0}


Decimoquinto día


Durante un tiempo fui carnicero en Bratislava, bueno, en realidad, no fui exactamente carnicero, fui el hortera de la carnicería o el repartidor porque creo recordar que hortera sólo es el dependiente de una tienda de ultramarinos como manceba era la dependienta de una farmacia. En todo caso el carnicero jefe se empeñó en enseñarme el oficio y he de reconocer que el hombre amaba su trabajo y cuando alguien que ama su trabajo se empeña en enseñártelo, te das cuenta de los matices que encierra toda actividad humana, hasta la más humilde. También he de reconocer que no tuve tripas para aguantar tanto descuartizamiento y si no me puedo considerar vegetariano, apenas como carne por los recuerdos que me trae; dejé el trabajo por la pena que el carnicero tenía de que yo no amara como él la delicadeza de un corte hecho a la perfección para que cuando se friera todos los jugos, todos los nervios, todas las vetas realizaran a la perfección su función de agradar al paladar; la vida tiene estas cosas, me digo, hoy que el perro de abajo ha venido a morderme cuando salía de mi casa camino del palacio que cuido como si se tratara de mi propia hija; me digo, en esos momentos, que si hubiera amado el corte fino en la carne muerta quizás hoy me viera heredero de una carnicería en el mejor mercado de Bratislava, casado con una casquera que había enfrente y a la que no hacía ascos, ni ella a mí sólo que pensar en amarnos entre callos, mollejas, hígados, riñones y criadillas, arrastraba mi libido hacia oscuras catacumbas, sin hachos, profundas; me decía hoy, en las curvas del puerto, que si hubiera amado el cuchillo y la delicadeza de una carne magra, me habría pasado la vida entre lluvias, nieves y fríos, en un país que antes fue parte de otro, miserable como todos los países miserables, mal aprendiendo un idioma con demasiadas consonantes para mi gusto y llevando a una caterva de chiquillos a ver al Slovan de Bratislava; pero no fue así, no pude con las carnes muertas y me fui de nuevo y me cambié de ciudad y el día que me despedí de la casquera que se llamaba Alanna supe por su mirada que había imaginado todo lo que yo había imaginado y que en nuestros cuerpos quedaría para siempre la ausencia del otro. Y cuando terminaba el puerto me decía que por qué no había sucumbido a una vida sencilla, en una ciudad sencilla, casado con una mujer que se dedicaba a limpiar las tripas de las bestias mientras yo me dedicaba a cortar pescuezos, morrillos, agujas o rabos. Y cuando enfilaba la autovía me preguntaba por qué había dejado abandonada a mi madre en Tirana, jubilada de su profesión de enfermera y retirada de su afición que tan sólo me confesó en su lecho de muerte y por qué me fui a vivir a Manila donde no se me había perdido nada y donde tampoco encontré nada. Las preguntas, sin embargo, no han aplacado al perro de abajo que ha seguido mordiendo hasta que he nadado tanto que me he quedado como dormido, vagando por las salas del palacio donde están colgadas obras de Dalí y Miró y Fortuny y Rousignol y Nonell y Casas y Sorolla y Grané y Tapies y Sunyer y Urgell y Mir, sí, también Mir que se volvió loco en la isla de Mallorca... 

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/08/2014 a las 22:58 | Comentarios {0}


1 ... « 62 63 64 65 66 67 68 » ... 86






Búsqueda

RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile