Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Vigésimo cuarto día


Tengo frente a mí un sobre con sello y membrete de Albania; mi nombre y mi dirección están escritos a mano, en tinta verde. La letra es de mi madre y el remitente es mi madre. La carta ha tardado veintiséis días en llegar. Mi madre la escribió dos días antes de morir, el 30 de julio.
Desde que esta mañana he cogido la carta del buzón no he hecho otra cosa que mirarla, ponerla al trasluz, olerla, confirmar que está bien sellada, sopesarla, dejarla encima de la mesa, volverla a coger. Cuando venía hacia mi lugar de trabajo, el palacio donde ejerzo mi nuevo oficio de guardés, he decidido traérmela conmigo. La he sacado al jardín, la he dejado encima de la mesa sin ningún peso encima aunque el viento hoy tuviera algo de fuerza. Quizá -he pensado mientras nadaba- quería que el viento se la llevara o una de las muchas urracas que sobrevuelan por la tarde mi nado. No ha sido así, el viento ha amainado y las urracas no han sentido interés ni por el sobre ni por el sello lo que confirma mi teoría de que las urracas nunca tuvieron alma de filatélicas. Tras nadar he hecho mis tareas y me he quedado un buen rato suspendido con las pinceladas que Pierre Auguste Renoir ha logrado convertir en una falda de joven. He salido de nuevo al jardín y he dejado la carta sobre la mesa de mármol de la cocina. He cenado y ha surgido un problema con una alarma de incendios que me ha tenido un buen rato entretenido y de nuevo por esta mente mía dispuesta a relacionar lo que no tiene posible relación, he pensado que quizá la alarma de incendios de lo que avisaba no era de un incendio en la sala 2 sino del incendio que la lectura de esa carta iba a provocar en mi vida. Solucionado el problema de la alarma, he bajado a mi habitación. Me he duchado. Me he puesto crema en el cuerpo y en la cara. Me he vestido de nuevo. He llamado a mi mujer para contarle que mi madre ha muerto y que la echo de menos aunque no la echo de menos porque mi madre haya muerto, la echo de menos porque hace más de un mes que no nos vemos y siento por ella eso que algunos hombres buenos llaman amor. No lo ha cogido. Desde hace varios días no lo coge. Yo sé que ella me avisó. Me dijo, No te preocupes si no te lo cojo, ya sabes que en la Antártida a veces no hay cobertura. La imagino blanca entra la blancura, decidida ante la ventisca, dominante con los perros, audaz hasta el delirio. Y aunque la amo y la imagino realmente así no sé por qué carajo le gusta jugarse la vida por lo menos una vez al año. Nunca se lo diré. Nunca me atrevería a ponerle en el brete de elegir entre mi tranquilidad y su búsqueda del riesgo. Cuando ella se va al Maelström o a la búsqueda de la más peligrosa de las serpientes o a un viaje de supervivencia extremo o a bajar los rápidos de no sé qué río mortal, me pregunto que verá en mí que le haga recordar en las frías noches de los inviernos, cuando nos juntamos el uno al otro, su amor por el peligro, por ponerse siempre ante el abismo y me queda el consuelo de pensar que nuestra relación -de forma harto sutil- contiene la necesaria dosis de riesgo que ella tanto anhela. En todo caso me hubiera gustado contarle y decirle que hoy mismo he recibido una carta de mi madre y que llevo todo el día -literalmente- dándole vueltas sin decidirme a abrirla porque no vaya a ser que su lectura incendie mi vida. Me gustaría contárselo porque estoy convencido de que ella me alentaría y le parecería de lo más excitante y seguro que me diría algo así como, Y si incendia tu vida, ¿qué? Tendrás que apagarla o consumirte en tu propio fuego.
Ahora la tengo aquí, ante mí y sé que esta noche no la abriré. Estoy cansado. Mañana, una vez haya dormido, entonces sí. La leeré por la mañana, en el porche trasero, con la fresca luz de los últimos días de agosto, mientras bebo un café con un poquito de leche e inhalo las primeras caladas de la jornada. La leeré frente a La Primavera a la que hoy, tras el nado, he acariciado el pecho. La leeré con los pájaros como únicos testigos de mi solemnidad. 

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/08/2014 a las 22:56 | Comentarios {2}


Vigésimo tercer día


Una tarde, sentado en el suelo de la cubierta del carguero, ya mediada la travesía y una vez disipado el temor de que el marinero filipino y sus colegas me tiraran por la borda por no haberme sometido a sus deseos sodomitas, recordé la selva junto a Oliveira y la noche de las luciérnagas. Y supe que nunca más vería a Oliveira (como así fue) y supe que el mar que ahora contemplaba, al amanecer, tenía una carga simbólica que me llevaba de Oliveira, la selva y las luciérnagas a mi madre vestida de enfermera y con una cofia ridícula en la cabeza. No quise saber porque establecía una analogía entre mi madre y las luciérnagas ni por qué pensé que era una verdadera lástima que Oliveira no hubiera sido embajador en Tirana en la época en que mi madre era tan aficionada a ellos; pensé que Oliviera y mi madre tenían algo en común y era la desnudez de sus comentarios, la ausencia de culpa, cierto desabrimiento y tenían a la par, ambos, algo de páramo y algo de jungla y en ellos se conjugaba, como en el desierto, lo seco y lo húmedo.
Todo esto pensaba en la cubierta del carguero con bandera polaca mientras el amanecer se iba haciendo fuerte y había algo triste en ese hacerse la luz sentado en el suelo de madera de balsa de un carguero polaco sucio y lento e imaginaba, febril como estaba, que si los amaneceres fueran como si una legión de luciérnagas inundara cada día nuestro espacio, el día sería mucho más hermoso y sobre todo mucho más misterioso porque tanta luz, así, a golpe de estrella, colocaba al mundo desnudo porque ni la sombra de la luz podía especular con la luz misma al quedarse la sombra, en relación con ella, exenta de matices; la luz ciega el matiz de la sombra, lo vuelve invisible. Y algo así pasaba con mi madre y de alguna forma con Oliveira. Eran pura luz. Golpes de luz. Y al ser así me costaba encontrar en ellos matices de, por ejemplo, dulzura o duda o temblor como sí ocurre con la luz de las luciérnagas que tanto me enseñaron desde el primer día que las vi.
No quería que terminara de amanecer sobre el mar. No quería que el sol se hiciera dueño de las sombras y las sacara a la luz. No quería la luz porque en el momento en que sentía todo aquello, el mar estaba oscuro y al mismo tiempo una levísima coloración rosácea se dejaba ver cuando el movimiento de las aguas las elevaba y el cielo  se iba decidiendo a ser algo más que un gran manto negro picado de luciérnagas no siendo todavía más que un esbozo de color. Todas aquellas emociones debían nacer de mi propia representación del mundo y por alguna necesidad mundana debía buscar lo refulgente, lo incontestable, lo poderoso y no tanto para reafirmarme en mi pusilanimidad sino para hacerme dudar de ella. Los opuestos pensaba con la voz de Oliveira cuando resonaba en la selva como el chillido de un capuchino. La fuerza pensaba con la voz de mi madre cuando me tocaba los bíceps y los tachaba de enclenques.
El día de hoy me ha hecho recordar aquel estado febril en la cubierta del carguero. He sentido a lo largo de todo el día la necesidad de que el sol, cuando menos, se eclipsara y he deseado que una plaga de luciérnagas inundara la tarde hasta dejarla convertida en puntos de luz rodeados de sombra. Y como no ha ocurrido he llorado, por fin, por la muerte de mi madre. 

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/08/2014 a las 22:47 | Comentarios {0}


Vigésimo segundo día


Primer recuerdo de ayer
Llego del colegio. Es verano. Estoy en el segundo grado. Tengo once años. Normalmente a esa hora mi madre no está en casa. Trabaja de sol a sol (aunque usar esta expresión en Tirana es casi un sarcasmo). Siempre me deja la comida para que la caliente en un cazo. Así desde que cumplí los siete años y mi madre me dijo, Olmo ahora tienes uso de razón así es que desde ahora úsala y nunca dejes el gas encendido. Nunca dejé el gas encendido.
Mi casa es pequeña. Tiene un pequeño recibidor. A la derecha -según se entra- están la cocina y el baño. A la izquierda una sala y dos puertas enfrentadas que son los dos dormitorios. Entro a la izquierda para dejar la cartera en mi habitación y veo que la puerta de la habitación de mi madre está abierta y ella está en la cama -los pies de la cama son los más próximos a la puerta-, desnuda, bocarriba, con las piernas abiertas, la boca abierta, los ojos cerrados; no puedo evitar fijarme en su pubis, muy velludo, muy oscuro y pensar, Yo salí por ahí (Años más tarde veré en el museo de Orsay El Nacimiento del Mundo de Courbet y recordaré de inmediato el sexo de mi madre en aquella tarde de verano). Me acerco a ella. Duerme con los ojos apretados como si estuviera haciendo un esfuerzo considerable por mantenerlos cerrados. Miró la blancura de su pecho, su volumen que tiende con cierta melancolía hacia el altiplano y me sorprende la oscuridad de sus areolas, su anchura y la llanura absoluta de su pezón. Cojo un echarpe y se lo pongo por encima. Me siento orgulloso cuando salgo de su habitación porque no he sentido ningún deseo hacia ella y decido decírselo cuando se despierte; decirle, Mamá no tengo el edipo ése. Te he visto desnuda y no te he querido. No tenías razón. Yo no soy como los demás niños. Nunca se lo dije.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/08/2014 a las 22:04 | Comentarios {2}


Vigésimo primer día


He recordado tres momentos: Wislawa dormida, la última mirada de Oliveira y la noche en que estampé contra la pared del camarote a un marinero que me quiso dar por culo.
Hoy no puedo más.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/08/2014 a las 22:56 | Comentarios {0}


Vigésimo día


Asta de Vaca Cósmica. Fotografía de Olmo Z. (2014)
Asta de Vaca Cósmica. Fotografía de Olmo Z. (2014)
Desde el palacio no puedo ver la estela que la Vaca Cósmica deja en el universo.
En un principio, cuando nos iniciamos en esta forma de vida, allá por el neolítico y descubrimos la agricultura y domesticamos a las bestias, en ese entonces, hará unos 4.500 años, los primeros templos eran en realidad vaquerías celestiales. Todo era vaca y toro. Eso era todo. La Vía Láctea es el rastro de la Vaca Cósmica.
De la Vaca Cósmica a Oliveira no ha pasado el tiempo. Él es un ser mitológico; es decir es un ser que no ha salido del mito y ha llegado a la razón sino que se ha quedado o continúa o se ha adelantado (porque no sé muy bien cómo ubicar las edades del conocimiento del hombre) en esa configuración del Mundo compuesta de Vacas, Halcones, Titanes, Héroes, Visiones, Temblores, Adoraciones, Tabús...
Le hablo a Oliveira de mi madre y Oliveira dice, El vientre de Hathor del Horizonte, la vaca egipcia, diferente de Nirhunsag, la diosa sumeria, pero al fin y al cabo Vacas Cósmicas las dos; como te digo, el vientre de Hathor -que es una vaca salvaje que vivía en los majales no como Nirhunsag que es una vaca doméstica- es el firmamento y el sol, el dios solar dorado, Horus que vuela todos los días de este a oeste, entra cada tarde en su boca para nacer de nuevo al alba. Así, Horus, es "el toro de su madre", su propio padre y la diosa cósmica cuyo nombre hat-hor significa La casa de Horus es tanto la esposa como la madre de este dios autoprocreado que en una de sus formas es un ave de rapiña. En el aspecto de su padre, como toro, es Osiris y se le identifica con el padre muerto del faraón vivo; pero en el aspecto de hijo, como halcón, es Horus, el faraón vivo. Y sin embargo los dos, el faraón vivo y el faraón muerto, Osiris y Horus son en esencia el mismo. ¿Por qué te empeñas en darte un sólo sentido a las palabras y a sus empleos? ¿Qué es eso de madre? ¿Qué es eso de hijo? Abandona la razón porque no siempre la tiene. Pon en cuestión aunque sea los papeles que te han asignado. O no hagas nada. Lee. O no leas.
Le digo a Oliveira que no sé dónde quiere ir a parar. Ríe Oliveira.
Desde el jardín del palacio la leche de la Vaca Cósmica no se ve. Escudriño el firmamento, el vientre de Hathor, pero no alcanzo a ver ni siquiera la tetilla de su inmensa ubre. Oliveira sabía dónde estaban las tetillas y las ubres y el vientre entero lo conocía porque decía que su madre era ese cielo oscuro y que las constelaciones, las estrellas, las galaxias, las nebulosas eran el cuerpo informe de su madre. La otra, la de carne y hueso no era más que un instrumento de la Vaca Cósmica, un trozo minúsculo de su costilla, si se quiere, en la que simbolizaba la fuerza creadora de esa vasta extensión llamada firmamento y que él prefería llamar Vientre de Vaca. Y elucubrando mientras fijaba su vista en los reflejos que el firmamento provocaba en el río más grande de la tierra, se dejaba llevar por cópulas incestuosas que no harían más que reproducir, de manera numinosa, el verdadero deseo del vientre de la Vaca Cósmica. Y terminaba diciendo, Tanto nos hemos alejado del orden que ahora la madre para el hijo y el hijo para la madre son seres tabuados el uno para el otro, seres que habiendo sido uno han de alejarse progresivamente y para siempre.

Narrativa

Tags : Colección Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 20/08/2014 a las 22:40 | Comentarios {2}


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