Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
Pálidamente [...] ha usado material de los sueños [...] ilusión y realidad se han confundido y lenta...
Sosiégale
La luz se puede concebir negra
Sustrato [...] piensa sustrato y luego, luego, tiza
Dicen que la mujer se encontró con el hombre en una plaza preciosa de una ciudad del sur y pasaron la noche
Dicen que la niña jugó con un madero en las fauces del lobo y que el lobo se comportó como un perro
Dicen [...]
Sosiégale
La montaña mantiene la rima con hazaña
Aquel faro ya es inútil
El agua jamás se volverá clara
Tempestad, tienes nombre femenino
Hielo, tu nombre es masculino
Y ahora ha de palidecer, en esta noche de luna, tras la estrella vespertina, pasados los grandes ciclos, atados a los minúsculos accidentes de los hombres
Sosiégale

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/02/2016 a las 11:41 | Comentarios {0}


Consideraciones de Olmo Z. en el manicomio de Acra


Por un error del editor, durante unas horas ha aparecido bajo la fotografía el rótulo de "Autorretrato de Olmo Z. en Acra". Pido disculpas. La fotografía no corresponde a Olmo. Ha sido él quien me lo ha avisado mediante una llamada telefónica que quizás algún día cuente. Mi única explicación ha sido un probable olvido de su rostro.


Retrato de F. (compañero de estancia en Acra). Fotografía de Olmo Z.
Retrato de F. (compañero de estancia en Acra). Fotografía de Olmo Z.
Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
se detenía ante la visión del jabalí
y quizá sofisticadamente reunía en sí la fuerza y el valor para seguir caminando por un camino que no le correspondía
(no le correspondía por la conformación de sus piernas, por la lejanía de su tobillo derecho con respecto a su función natural, por la ausencia de soleo y otras tesituras musculares harto graves de contar) mientras la mirada del jabalí se clavaba en su mirada y escuchaba la suavidad de su voz al decirle, Buenas tardes señor jabalí. Pienso seguir mi camino. Siga usted el suyo.

Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
la muerte de la cobra, el corazón de la cobra rebosante de la fuerza última de un ser que quiere vivir
le emocionó hasta tal extremo que entendió de veras los sentimientos encontrados del periodista polaco que en un chozo en mitad de un desierto lejos del lago que buscaba, sintió al tener que acabar con la vida de ese animal que se encontraba allí protegiéndose del calor asesino del mediodía africano y se encontró con la muerte a manos de un polaco perdido.

Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
amó el cabaret, el expresionismo de la posguerra primera, la lucidez de algunos dramaturgos
y supo -o creía saber- algo que se asemejaba a una pesadilla en el teatro con la sensación de un beso de mañana cuando empezaba a andar solo y no sabía que el camino iba a ser tan agreste.

Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
esa voz que canta
la tenuidad (si se me permite la osadía del vocablo)
el bostezo de alguien que acaba de llegar
y el ponerle nombre a las cosas (y al ponérselo, descubrirlo)
le trajeron a este día de febrero frío y hermoso como una mujer de hielo.

Porque nacía en las grandes ciudades de occidente
se permitió un brindis y una correría y le sonrió a su estrella un amanecer en una playa de una isla al este de su edén
sin saber (nunca lo supo) que jamás lo recordaría.

Así. Ahora. Escribe

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/02/2016 a las 19:27 | Comentarios {0}


Abandónate. La frustración tenía nombre y no era el tuyo.
Escucha: frustración también es engaño (e imposibilidad).
¿Recuerdas el retrete? ¿los espejos? ¿el sonido del viento?
Rompiste la huella y te quedaste perpleja.
Sólo sentías la fuerza.
Las bragas eran fuertes.
El sostén era fuerte.
Se pueden surcar océanos una tarde
y generar tempestades tomando el té.
Tú aprendiste el olor de la naftalina.
La mañana nunca te dejó indiferente.
El frío te traía sin cuidado.
Todo consistía en hacer un mohín en el momento justo
para que la noche fuera ala de cuervo, festín de buitre.
Llorabas con la sabiduría de Eleusis
y en tu tono -el lastimero- se podían seguir los melismas del coro
que canta en los maitines a un dios desconocido.
Tu pelo negro se recogía entonces
y tus ojos castaños -él te dijo un día ojos de junco en invierno- se sometían al peso de los párpados
y recordabas, sentada frente a él una tarde de mayo de 1986,
tus obligaciones de esposa y madre mientras devorabas su boca y le llamabas cabrón.
Nada le es indiferente al cronista
(eso también lo sabías)
¿te llamabas María Luisa?
ni el color de tus uñas
ni el vestigio de la edad en la juntura de tus senos
ni la desidia amorosa ante el estado febril de tu amante;
así es que fue recogiendo de aquí y de allá retazos de tus besos
y compuso un relatato breve llamado Cinco y como subtítulo
(descomposición y retrete).
Volvamos al principio: Frustración tenía nombre.
Frustración es inutilidad y también engaño.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 14/02/2016 a las 16:34 | Comentarios {0}


Cuando Hipólito decide ir en busca de su padre Teseo, Fedra ruge de pasión y le duele (duele la pasión. En los hombres duele la pasión. Duele la pasión como duelen las muelas. Duele la pasión como duele el cáncer de huesos). Y tanto le duele la pasión a Fedra que Fedra está muriendo. Pero ¿por qué muere Fedra? ¿qué pasión es la que le está carcomiendo las entrañas? ¿tan sólo que Hipólito se sacie en ella? ¿tan sólo saciarse ella en Hipólito? Hipólito que es su hijastro porque Fedra es la esposa de su padre. Hipólito que es joven y montaraz como lo fue su madre Antíope, reina de las Amazonas. Pero Hipólito no quiere ir en busca de su padre porque tema su muerte o tema que esté de nuevo batallando con un monstruo como ya batalló en el laberinto cuando dio muerte al Minotauro y pudo encontrar la salida  gracias al ovillo de Ariadna que además es la hermana de Fedra. No, Hipólito quiere huir de la tierra de Trecenia porque allí está también Aricia que además de ser su prima es el único amor de su vida, es el fuego que le devora cada mañana hasta el extremo de que ya no disfruta cuando armado de su lanza y de su jabalina, guiando su carro y a sus dos briosos córceles va en busca del jabalí. Hipólito muere también de amor. (¿Se pude realmente morir de amor? ¿No es condición del amor la vida? Hasta si se entrega la vida por amor, ¿no genera más vida la vida dada? ¿Por qué se desangra entonces Hipólito? ¿Cómo llamamos a esa pasión que se desata y debilita y mata?).
Es cierto que Fedra intentó alejar al objeto de su pasión cuando se supo enamorada porque más que ese deseo mandaba en ella el deber de Estado, el deber social que la obliga, por mandato, a respetar las venerables instituciones de los hombres y es falta grave que condena a los infiernos desear al hijo del esposo por más que Teseo sea un hombre de apetito insaciable y tanto cabe que luche en estas horas contra un Titán como que luche entre las piernas de una cortesana en las cálidas costas del Asia Menor. Por eso cuando Panope -una simple criada- anuncia la muerte de Teseo, Fedra siente que los dioses la han escuchado pues ahora sí, ahora sí, ahora podría, si Hipólito quisiera, entregarse a él y ser su esposa y así le hace llamar antes de que parta y le confiesa su amor sin vergüenza alguna y esa pasión que llevaba años inscrustada en su vientre se desata en oleadas de palabras y las palabras caen como flechas envenenadas en los oídos de Hipólito que se espanta, que queda mudo, él joven y bello casado con una mujer madura, a la que nunca amó ni como segunda madre ni como esposa de su padre y menos aún como mujer. (¿Qué nos lleva a estos desafueros? ¿Qué destino nefasto, travieso como Pan, se cruza en nuestras vidas y nos hace padecer silencios, ausencias, ámbito de muerte en la mañana, eterno invierno?).
Más terrible será cuando resulte que la muerte de Teseo era falsa y que ha vuelto y ya ha arribado a puerto. Terrible la vergüenza de Fedra y horror el tan sólo pensar que Hipólito le diga a su padre las frases que ella le pronunció como una loca. Locura ahora por un amor incestuoso y por una declaración que pone en manos de quien la desdeña su honor. Sólo que ahí está Enone, su nodriza, la mujer que la cuidó desde niña. Y también en esta mujer vieja anida una pasión y esa pasión se llama Fedra. Su mente busca la solución a su deshonra y al final la encuentra y convence a su niña, a su querida niña, que será siempre niña aunque ya sea una mujer madura enamorada de un mancebo, para que acuda presta a Teseo y mienta y le diga que en cuanto su hijo Hipólito se enteró de que había muerto corrió a la alcoba de la esposa de su padre con el ansia de la juventud en su mirada y el deseo nocturnal de hacerla suya de inmediato. Fedra duda apenas. El temor al deshonor vence su pasión de enamorada y hace caso a su nodriza y envenena los oídos de su esposo que había llegado alegre al encuentro de los suyos. ¡Oh, hado fatal! ¡Dioses injustos!
La pasión de Teseo era su hijo Hipólito, su sucesor, sangre suya y sangre de la mujer a la que más amó y ahora, a su vuelta, lo encuentra traidor a su estirpe. E Hipólito noble entre los nobles, joven entre los jóvenes, sin acusar a Fedra de mentir por no deshonrar a la esposa de su padre, sí le confiesa su amor por Aricia. Teseo duda. No sabe si su hijo le engaña. Hipólito desesperado decide irse y rogará a Aricia que huya con él mientras Fedra, arrepentida o culpable, intenta interceder ante su esposo por su hijastro. No quiere oír Teseo ruegos de mujer e implora a Neptuno, amigo suyo, que vengue la afrenta que su hijo le ha hecho (¡las pasiones enredan las vidas de los hombres! ¡las pasiones ponen vendas en los ojos puros! ¡las pasiones enloquecen los estómagos, nublan la razón, acogotan los sentimientos, anulan el equilibrio, ciegan la verdad, arman la mentira, ajustan cuentas con la inocencia!
Preso de sus dudas, porque en el fondo de su alma sabe que su hijo es noble y es bueno, busca Teseo a Aricia y cuando la encuentra le insinúa las inclinaciones de Hipólito por su esposa y Aricia le insinúa el veneno que ha salido de los labios de Fedra y, sin saberlo, también Teseo ha envenenado el alma de Fedra al contarle la pasión que su hijo siente por Aricia y ese veneno que ya es mortal se volcará contra Enone, su nodriza, la urdidora de la gran tempestad que se abate sobre los habitantes del palacio de Trecenia. Presa de un dolor insoportable, Enone se arrebata la vida lanzándose desde los acantilados al ponto verde y de ese mismo mar saldrá un monstruo -atendidos por Neptuno los ruegos de Teseo- que acabará con la vida de Hipólito. Será Terámenes, ayo del joven, quien le contará a Teseo la muerte heróica de su hijo y Fedrá morirá envenenada por sí misma y quedarán desolados, tras conocer la verdad, Teseo y Aricia en un palacio que conoció el amor y conoció la pasión y conoció la ira y conoció el silencio de los dioses ante la decisión de los hombres sobre lo que es justo o injusto. Y aún resuena en el Peloponeso el verso que el poeta puso en labios de Fedra: Todo me aflige, me hiere y se conjura para herirme.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/02/2016 a las 00:04 | Comentarios {2}


Texto escrito por Olmo Z. y publicado a requirimiento mío ya que él -ingresado en un sanatorio para enfermos mentales en Acra- negaba cualquier valor al escrito. Yo le dije que el valor de los escritos me importa un ardite.


No será por el calor ni por el espesor de la locura por lo que esta tarde me he visto caminando por el Páramo. Lo atravesaba a la primera hora de la tarde de un día de invierno. Tengo la sensación de que el Páramo se encuentra en algún lugar de Europa -quizás en la Europa del sur- . No sé por qué he pensado en España y me asaltaba una palabra -como si fuera la denominación de un lugar- que probablemente sea una palabra inventada: Guadarrama. El Páramo pues estaba en un lugar que podría llamarse Guadarrama. Yo iba vestido con un anorak azul y llevaba un jersey de lana decorado con motivos de alta montaña y unas botas buenas para caminar. Creo recordar que me apoyaba en un bastón y también creo recordar que había un silencio que rompían de vez en cuando las bandadas de patos. Sin quererlo, de repente, caminando y oliendo la tarde de invierno en un lugar de Europa del sur, he imaginado una casa y en la casa una estancia con suelo de castaño y sobre el suelo de castaño tres alfombras gruesas (probablemente tres alfombras persas); esa estancia era mi estudio. También un amplio ventanal que se abría a un balcón con antigua balaustrada de piedra y que ofrecía una vista de prados verdes con una frontera de dunas y tras las dunas el mar. La estancia se completaba con una chimenea, bibliotecas en cada una de las paredes, una mesa sencilla y cómoda para trabajar y otra más alta, estrecha, de piedra con instrumental para estudiar lo ínfimo.
Mi sensación en aquella  estancia, en aquella casa era de una profunda paz y de una alegría quieta como si todo en mi vida estuviera en su lugar y sentí una plenitud aún mayor cuando se abrió la puerta y apareció ella, de nuevo ella, de nuevo juntos y escuché a lo lejos -la casa debía ser muy grande- los juegos de unos niños que probablemente fueran nuestros. Iba vestida con un jersey de cuello alto azul y unos vaqueros; calzaba unas botas de montaña y llevaba el pelo recogido en una coleta; en sus manos traía una taza con un café. Humeaba. Me besó en los labios. Se acercó al escritorio. Miró por encima lo que estaba escribiendo. Sonrió una vez más y antes de irse tan sólo dijo: Son las seis y media.
Cuando di un sorbo al café, supe que esa armonía, esa calma, venía de muy atrás y adiviné que ella y yo habíamos encontrado el equilibrio y vagamente -como si fuera un sueño dentro de la imaginación que se extendía por el paseo que hacía por un lugar de la Europa del sur- tuve la certeza de que su cuerpo y mi cuerpo seguían sugiriendo en sus encuentros la más vieja y terrenal de las pasiones humanas: el erotismo. Quizá por eso sentí cuando ella entró en la estancia, unas inmensas ganas de vivir y la casa en la que vivíamos me susurró mil encuentros, un millón de jadeos y las apacibles y profundas conversaciones que se dan entre dos seres que se aman. ¡Eso era! ¡Había amar en esa casa!
Sé que cuando atravesaba el Bosque de los Arbustos, un ciclista me sacó de mis meditaciones (de mis imaginaciones) pero volví tan rápido a ellas que no me importó detenerme -un poco más adelante- a hablar con un jinete que montaba un caballo tordo al que estuve acariciando. Cuando caballo y jinete se alejaban, yo estaba cenando con ella y los niños en la cocina de la casa; los niños estaban cansados y cenaban en silencio, ella estaba hermosa y algo en su mirada verde me recordó una aurora boreal. La noche había caído. Ululaba el búho. Se adormecía el mundo. Ella se había acostado. Yo demoré el gozo de dormir a su lado y estuve trabajando hasta entrada la madrugada en una investigación que por entonces llevaba a cabo. Lo último que imaginé en el paseo que nunca hice por un lugar que problemente se encontraba en algún país del sur de Europa fue el olor de mi mujer dormida.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 02/02/2016 a las 19:34 | Comentarios {0}


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