La maldición de la sociedad moderna se ha cebado conmigo. Ayer me levanté, conecté mi ordenador, cliqueé en Mozilla y, ¡Oh, Dioses! internet no funcionaba. El ADSL se había quedado kaputt. Mi encuentro con el mundo se había venido abajo. Llamé a la compañía (a punto estuve de llamar a la policía, al cuerpo de bomberos o al CESID) con la que estoy contratado y tras muchas, muchas medias horas de conversación, la compra de un cable que resultó inútil, el traslado del router hasta otra habitación, sin resultado positivo, la vuelta a colocar todos los cables en su sitio y la espera de un técnico que llamaría, sentí la inmensa soledad de un burgués español en el año 2011 al que le han arrebatado, por mor de deficiencias técnicas, su ventana abierta al mundo y su velocidad para acceder a él además de no poder escuchar música en Spotify y tantos otros desastres sobrevenidos. Tal fue el caudal de mi desesperación que se me cayó un vaso de vino que, ¡Oh Dioses!, salpicó toda la pared y parte del techo de la cocina con lo cual hube de pasar varias medias horas, limpiando y limpiando y maldiciendo y maldiciendo. La tarde se me hacía larga y aburrida y para más inri cuando fui a llamar con el teléfono fijo a un amigo, caí en la cuenta de que también la línea telefónica estaba inservible, ¡Oh, no, no, no! me dije varias veces. Me vinieron entonces varias preguntas metafísicas del tipo, ¿Quién soy? ¿A dónde voy? ¿Por qué me encuentro en esta situación? No pude leer; eso sí, aproveché para hacer una lavadora y barrer todo el suelo de la casa. A media tarde la noticia no pudo ser peor: un técnico llamó primero para decirme que vendría a mi casa hoy a las 11 y media de la mañana y al poco volvió a llamar para decirme que no venía porque él no podía arreglarlo; se trataba de un problema con una regleta que tan sólo los técnicos de mi compañía podían arreglar (resultó que este técnico es de una de la competencia con la cual la mía debe de tener algún tipo de convenio). Mi gozo en un pozo. Mi ventana tapiada. Mi nervios destrozados. Ya no tenía fuerzas ni para maldecir. Por fin pude hablar con mi amigo y él me dio la clave para lo que ocurrió después. Me dijo, Típico estrés contemporáneo. Al colgar se había producido un giro en mi percepción del mundo (es cierto, soy tan simple que una palabra, una simple palabra -bueno en este caso dos- sirve para que mi mente se coloqué en otro sitio); miré en rededor y me dije, Pero ¿qué te pasa? ¿Estás tonto o qué? Pues muy bien, no tienes internet. Ya está. Relájate. ¿Puedes hacer algo? ¿Puedes tú solucionarlo? ¿Entonces? Vamos, vamos. Y respiré hondo por fin y dejé de mirar de continuo el icono que, en el router, indica la señal de conexión (si parpadea mucho es que la cosa va mal. Si se mantiene fijo bien). Me fui tarde a dormir. Eso es cierto. Y he soñado mucho. 
					 
Esta mañana al levantarme no he mirado el icono ni he encendido el ordenador. He limpiado los cristales de las ventanas. He recogido la ropa. He barrido. He hablado con mi amiga Pilar. He llamado a mi compañía para saber cómo van las cosas (por cierto que siguen como estaban). Puedo utilizar un USB que me permite conectarme a velocidad lenta con el mundo. Animales de costumbres ya me estoy acostumbrando a la lentitud. Pero sobre todo no quiero sólo acostumbrarme. Quiero amarla. Despacio, me digo. Nada importa. Y aunque me esperen mis lectores de Inventario, ellos sabrán darme la chance de unos días sin escribir. Sólo que ahora que la velocidad aunque lenta, es suficiente, no puedo evitar abrir de nuevo la ventana y contar, a modo de anécdota personal, lo esencialmente animal de costumbres que soy.
Y como no hay mal que por bien no venga, cómo disfrute anoche con Annie Hall. ¡Qué bueno es Woody Allen! y que bien está él y Diane Keaton. Tremendos. Fue una lección de estrés y amor. No sé si fue el mismo Woody o Billi Wilder quien dijo aquello de que La comedia es tragedia más tiempo. Y esto es to-todo amigos.
				 Esta mañana al levantarme no he mirado el icono ni he encendido el ordenador. He limpiado los cristales de las ventanas. He recogido la ropa. He barrido. He hablado con mi amiga Pilar. He llamado a mi compañía para saber cómo van las cosas (por cierto que siguen como estaban). Puedo utilizar un USB que me permite conectarme a velocidad lenta con el mundo. Animales de costumbres ya me estoy acostumbrando a la lentitud. Pero sobre todo no quiero sólo acostumbrarme. Quiero amarla. Despacio, me digo. Nada importa. Y aunque me esperen mis lectores de Inventario, ellos sabrán darme la chance de unos días sin escribir. Sólo que ahora que la velocidad aunque lenta, es suficiente, no puedo evitar abrir de nuevo la ventana y contar, a modo de anécdota personal, lo esencialmente animal de costumbres que soy.
Y como no hay mal que por bien no venga, cómo disfrute anoche con Annie Hall. ¡Qué bueno es Woody Allen! y que bien está él y Diane Keaton. Tremendos. Fue una lección de estrés y amor. No sé si fue el mismo Woody o Billi Wilder quien dijo aquello de que La comedia es tragedia más tiempo. Y esto es to-todo amigos.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/04/2011 a las 13:01 |