Poema escrito por Wislawa Szymborska
Prefiero el cine.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del río.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente a amar
a la humanidad.
Prefiero tener en la mano hilo y aguja.
Prefiero el color verde.
Prefiero no afirmar que la razón es la
culpable de todo.
Prefiero la excepciones.
Prefiero salir antes.
Con los médicos prefiero hablar de otra cosa.
Prefiero las viejas ilustraciones.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo
ridículo de no escribirlos.
En el amor prefiero los aniversarios que se
celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no me
prometen nada.
Prefiero la bondad del sabio a la del
demasiado crédulo.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los
conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del
orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras
planas de los periódicos.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo
oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he
mencionado
a muchas otras que tampoco he dicho.
Prefiero el cero solo al que hace cola
en una cifra.
Prefiero el tiempo de los insectos al tiempo
de las estrellas.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y
cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la
posibilidad
de que todo tiene una razón de ser.
Prefiero los gatos.
Prefiero los robles a orillas del río.
Prefiero Dickens a Dostoievski.
Prefiero que me guste la gente a amar
a la humanidad.
Prefiero tener en la mano hilo y aguja.
Prefiero el color verde.
Prefiero no afirmar que la razón es la
culpable de todo.
Prefiero la excepciones.
Prefiero salir antes.
Con los médicos prefiero hablar de otra cosa.
Prefiero las viejas ilustraciones.
Prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo
ridículo de no escribirlos.
En el amor prefiero los aniversarios que se
celebran todos los días.
Prefiero a los moralistas que no me
prometen nada.
Prefiero la bondad del sabio a la del
demasiado crédulo.
Prefiero la tierra vestida de civil.
Prefiero los países conquistados a los
conquistadores.
Prefiero tener reservas.
Prefiero el infierno del caos al infierno del
orden.
Prefiero los cuentos de Grimm a las primeras
planas de los periódicos.
Prefiero las hojas sin flores a la flor sin hojas.
Prefiero los perros con la cola sin cortar.
Prefiero los ojos claros porque los tengo
oscuros.
Prefiero los cajones.
Prefiero muchas cosas que aquí no he
mencionado
a muchas otras que tampoco he dicho.
Prefiero el cero solo al que hace cola
en una cifra.
Prefiero el tiempo de los insectos al tiempo
de las estrellas.
Prefiero tocar madera.
Prefiero no preguntar cuánto me queda y
cuándo.
Prefiero tomar en cuenta incluso la
posibilidad
de que todo tiene una razón de ser.
A Florián le despiertan las carreras de unos niños en el piso de arriba. Está vestido. Tiene frío. Se levanta sin rémora de pereza, se mete en la ducha y entra en calor. Cierra las ventanas. Se hace un café. Se queda en la cocina ensimismado con un calendario con fechas marcadas del mes siguiente. Entre ellas el cumpleaños suyo. Piensa Florián, Quizá ya tenían mal la memoria. Sale de la cocina. Mira el día a través del ventanal del salón. Está nublado. Cuando ya se ha despertado coge el teléfono y responde una a una a todas las llamadas del día anterior. Luego llama él a una agencia inmobiliaria para iniciar los trámites de la venta de la casa. Una agente queda en pasarse esa misma tarde para tasarla.
Florián está en medio del salón. Mira los objetos, los cuadros, los libros, las alfombras, las lámparas. Se dirige a algunos. Los toca. Empieza a hacer lo mismo por toda la casa. En la habitación de sus padres abre el armario. Mira las ropas de ambos. No mira en los cajones de la ropa interior. Al apartar un abrigo de su padre, en el suelo del armario, al fondo, ve una caja de zapatos de Pepe Albadalejo. Recuerda aquel par de zapatos que tanto le gustaban a él y a su padre. Se inclina para cogerla. La coge y le extraña el peso. La abre y encuentra que toda la caja de zapatos está llena de cintas de video.
Florián está en medio del salón. Mira los objetos, los cuadros, los libros, las alfombras, las lámparas. Se dirige a algunos. Los toca. Empieza a hacer lo mismo por toda la casa. En la habitación de sus padres abre el armario. Mira las ropas de ambos. No mira en los cajones de la ropa interior. Al apartar un abrigo de su padre, en el suelo del armario, al fondo, ve una caja de zapatos de Pepe Albadalejo. Recuerda aquel par de zapatos que tanto le gustaban a él y a su padre. Se inclina para cogerla. La coge y le extraña el peso. La abre y encuentra que toda la caja de zapatos está llena de cintas de video.
Lo primero que hace Florián es irse al teleférico de la ciudad. Cree que es un buen homenaje. Es un día entre semana de un mes no muy dado a que la gente suba en un teleférico. Se encuentra solo en la cabina. Hace el trayecto solo. No se emociona.
Lo segundo que hace es volver a casa. A la casa de sus padres mejor dicho. A la casa vacía de sus padres. No había vuelto por ahí desde hacía seis años. No los veía desde hacía dos. No pensó nunca que la siguiente vez que los viera estarían muertos. Sí pensó que uno de los dos podría morir. Eso siempre se piensa -se decía a veces-. Pensar en un accidente es casi un oximorón. Nunca pensó en un accidente.
Florián reconoce el olor de la casa y de sus cosas. Abre todas las ventanas. Se hace un café. Se sienta en su sillón de siempre y pone la televisión. Así transcurren seis horas llenas de llamadas de teléfono. No contesta a ninguna. En la televisión ve una competición de deporte extremo, tres telediarios, una retransmisión en diferido de una carrera de Fórmula 1, un programa de entretenimiento, un documental sobre la desertificación de Suecia y una película.
Lo tercero que hace es apagar la televisión, tumbarse en la cama y quedarse dormido.
Lo segundo que hace es volver a casa. A la casa de sus padres mejor dicho. A la casa vacía de sus padres. No había vuelto por ahí desde hacía seis años. No los veía desde hacía dos. No pensó nunca que la siguiente vez que los viera estarían muertos. Sí pensó que uno de los dos podría morir. Eso siempre se piensa -se decía a veces-. Pensar en un accidente es casi un oximorón. Nunca pensó en un accidente.
Florián reconoce el olor de la casa y de sus cosas. Abre todas las ventanas. Se hace un café. Se sienta en su sillón de siempre y pone la televisión. Así transcurren seis horas llenas de llamadas de teléfono. No contesta a ninguna. En la televisión ve una competición de deporte extremo, tres telediarios, una retransmisión en diferido de una carrera de Fórmula 1, un programa de entretenimiento, un documental sobre la desertificación de Suecia y una película.
Lo tercero que hace es apagar la televisión, tumbarse en la cama y quedarse dormido.
Ideas. Historia intelectual de la humanidad.
Peter Watson
Pietro Pompanazzi (1462-1525) es un ejemplo representativo de la filosofía del Renacimiento. Este pensador concluyó que el aristotelismo no podía demostrar que el alma tuviera una existencia independiente, y aunque no negó la inmortalidad de ésta, señaló que el problema era irresoluble y que, por tanto, un sistema ético basado en recompensas y castigos después de la muerte carecía de sentido. En su lugar, sostuvo que era necesario construir un sistema vinculado a esta vida. La recompensa de la virtud es la virtud misma mientras que el castigo del vicioso es el vicio. (pag. 629)
P.S. Toda la obra de Pompanazzi fue enviada a la hoguera y quemada por orden de la autoridades religiosas. Él logró salvarse del mismo destino gracias al cardenal Pietro Bembo, amigo suyo y admirador del pensamiento pagano.
P.S. Toda la obra de Pompanazzi fue enviada a la hoguera y quemada por orden de la autoridades religiosas. Él logró salvarse del mismo destino gracias al cardenal Pietro Bembo, amigo suyo y admirador del pensamiento pagano.
He salido de mí. De esta ausencia de todo. El mundo se ha desprendido como si fuera la piel mudada de una serpiente. Miro a los hombres y sus costumbres con la distancia de un gusano. Me alejo de sus conversaciones de café, de sus saltos absurdos, todos con red. Hay días en los que la certitud me absorbe y me quedo quieto, en una contemplación estúpida de lo que no merece la pena ser contemplado. Escucho los consejos que nadie ha pedido y me resultan de una vacuidad insultante. Siento la vergüenza que el otro (el que se dedica a aconsejar) no está sintiendo. Me regaño a mí mismo y me digo que el gusto que siento por la masturbación debe tener su correlato en la paja mental. Pajas mentales, me digo. Expulsión de pensamientos en absoluto certeros, sin fin, sin trayecto. El día avanza desde muy temprano entre el silencio y la decepción. Como la lluvia y los cielos muy grises que se descargan con una premura casi triste.
Me ensimismo con una competición deportiva. Abogo por la distancia como arma. Pasan las horas rápidas y necesito dormir mi quietud cuando la tarde se vuelve clara y los pensamientos siguen estancados. Despierto. Me ducho. Salgo a la calle. Miro las caras de las gentes y la belleza de algunas mujeres (me siento patético con esta constante búsqueda de otro cuerpo que me aguante). En la Plaza Mayor encuentro una escena bellísima: un hombre toca el acordeón, dos mujeres violines, y una pareja baila el viejo madrigal francés que los músicos interpretan. El gesto de la joven que baila es de una delicadeza antigua. El del joven con el que baila de una compostura caballeresca. Envidio esas manos que se están cogiendo, esos cuerpos que al unísono se mueven en un aire que en todo les pertenece. La sonrisa que ella le dedica. El gesto que él atesora para ella. Tanta belleza me duele.
Entro en el cine y veo una película moderna. Me aburro mucho con tantos muertos que se levantarán cuando la toma termine, con tantas explosiones controladas, con tantos primeros planos y colirio en los ojos. Me aburren los comentarios de los espectadores y los gestos de asco cuando una mano se introduce en los intestinos de un cadáver que no está muerto. Me dan ganas de gritar. Me dan ganas de protestar. Pero sé que es porque el mundo me ha abandonado. Porque soy un puto gusano.
La noche ha caído. Recorro el mismo camino. Hablo por teléfono con mi madre y me agrada su conversación. Entro en un bar. Me tomo un bocadillo de calamares y un par de cervezas. Crece la luna, como un cuchillo sarraceno, sobre nuestras cabezas. Sigo en mi silencio. Estoy en la habitación que de prestado ocupo. Me beberé una cerveza y leeré un rato.
Me ensimismo con una competición deportiva. Abogo por la distancia como arma. Pasan las horas rápidas y necesito dormir mi quietud cuando la tarde se vuelve clara y los pensamientos siguen estancados. Despierto. Me ducho. Salgo a la calle. Miro las caras de las gentes y la belleza de algunas mujeres (me siento patético con esta constante búsqueda de otro cuerpo que me aguante). En la Plaza Mayor encuentro una escena bellísima: un hombre toca el acordeón, dos mujeres violines, y una pareja baila el viejo madrigal francés que los músicos interpretan. El gesto de la joven que baila es de una delicadeza antigua. El del joven con el que baila de una compostura caballeresca. Envidio esas manos que se están cogiendo, esos cuerpos que al unísono se mueven en un aire que en todo les pertenece. La sonrisa que ella le dedica. El gesto que él atesora para ella. Tanta belleza me duele.
Entro en el cine y veo una película moderna. Me aburro mucho con tantos muertos que se levantarán cuando la toma termine, con tantas explosiones controladas, con tantos primeros planos y colirio en los ojos. Me aburren los comentarios de los espectadores y los gestos de asco cuando una mano se introduce en los intestinos de un cadáver que no está muerto. Me dan ganas de gritar. Me dan ganas de protestar. Pero sé que es porque el mundo me ha abandonado. Porque soy un puto gusano.
La noche ha caído. Recorro el mismo camino. Hablo por teléfono con mi madre y me agrada su conversación. Entro en un bar. Me tomo un bocadillo de calamares y un par de cervezas. Crece la luna, como un cuchillo sarraceno, sobre nuestras cabezas. Sigo en mi silencio. Estoy en la habitación que de prestado ocupo. Me beberé una cerveza y leeré un rato.
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Narrativa
Tags : Listas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/04/2010 a las 20:12 | {0}