Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
El cotilleo
Siento a menudo la sensación de que a medida que paso por la vida, me van pareciendo peligrosas muchas actitudes que antes me parecían veniales. Me intento criticar y decirme, Estás perdiendo el sentido del humor o La vida te está amargando o Vuelve a razonar lo que estás pensando. Y cuando establezco un nuevo filtro a mis pensamientos, me doy cuenta de que sigo siendo un hombre al que le gusta reír, al que le gusta hacer reír y que valora, en mucho, el sentido del humor. Intento no ser dogmático y así, por ejemplo, si alguien hace una comparación entre cojear y ser imperfecto, no pongo el grito en el cielo y le suelto a la persona que lo ha hecho que ya podía ser un poco más cuidadoso, que está hablando con un cojo. A lo más que llegaré -alguna vez lo hago- será a ironizar sobre la expresión coloquial en cuestión; por ejemplo alguien comenta: Ese texto cojea, y yo le puedo responder ¡Caray, no sabía que los textos andaran! Pero si es así, que se aleje cuanto antes de ti.
Carlos Carnicero, periodista español de los más inteligentes e informados que yo conozco, es mucho más drástico al respecto. Según le he escuchado decir varias veces, él no permite ningún tipo de chiste ya sea sobre minusválidos (menuda palabrita), mujeres o razas. A mí esa corrección me parece algo excesiva y no del todo censurable. Son opciones y en el caso de Carnicero con la intención de dignificar a cualquier ser humano. Lo que no sé es hasta qué punto esa falta de flexibilidad no puede conllevar cierta rigidez moral, cierto estado policial de las conductas.
El domingo leí el artículo de Javier Marías en el Semanal de El País en el que disertaba, a partir de la anécdota de John Galliano -el cual una noche, borracho en un bar, increpó a unos judíos y echó de menos a Hitler-, sobre la falta de privacidad en la que estamos inmersos, en la falta de flexibilidad a la hora de juzgar un comentario -evidentemente brutal- realizado en un lugar y unas circunstancias digamos que, cuando menos, atenuantes. Se lamentaba de que en la sociedad actual cualquiera es, en potencia, un paparazzo, dispuesto a poner en manos de los medios de comunicación cualquier acto privado.
Al día siguiente, un amigo me comentó un cotilleo que otra persona le había comentado a él. El cotilleo en cuestión le podría haber dolido -versaba sobre personas de su ámbito- por más que la persona que cotilleaba decía hacerlo con la mejor intención.
El castellano que es una lengua muy matizadora, define navaja en una de sus viejas acepciones (de hecho es una definición del Diccionario de Autoridades) como: metaphóricamente se llama la lengua de los maldicientes y murmuradores, porque con ella cortan y hieren la honra y el crédito. Y sin ir más lejos tenemos también la expresión: Eso ha sido un navajazo trapero, cuando a alguien le dicen algo que le raja el ánimo.
Desde hace un tiempo cuando alguien me sonríe y dice, ¿Quieres que te cuente un cotilleo? le digo que no porque realmente -conveníamos ayer mi amigo y yo- el cotilleo es una forma de violencia, una forma de agresión tanto para el que es cotilleado como para el receptor del cotilleo. La violencia sobre este último radica en que de repente dispone de una información que genera daño, que hiere la honra y el crédito de un tercero que por obligación, claro, no está presente.
El conocimiento de la virtud por medio de la razón se encuentra aún muy lejos de nuestro corpus moral.
¡Qué poco camino hemos recorrido!

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/03/2011 a las 14:06 | Comentarios {0}


La ironía no ha de confundirse con la jactancia. El irónico no se siente superior -necesariamente- a su interlocutor y aunque es cierto que la ironía emparenta con la ocultación, el doble sentido y, en última instancia, con conceptos morales, esta cualidad humana guarda esencias más puras que la única trampa retórica.
La ironía -ocultación del verdadero sentido de un pensamiento el cual, acompañado de cierta gestualidad y cierta entonación, permite vislumbrar lo que quiere ocultar- juega en su misma explicación con su propio concepto (doblemente irónico por lo tanto) y este doble -o triple- juego conlleva en sus propias reglas su belleza.
Podemos afirmar de cualquier cosa todo lo que se pueda afirmar de ella pero lo que nunca podremos afirmar de determinada cosa es lo que no se puede decir de ella. Un hombre sin sentido del humor, y sin conocimiento de la ironía, calificó lo dicho anteriormente (pensamiento de Wittgenstein) como una idiotez que hizo famoso a su enunciador. ¡Qué fácil es llamar idiota al que expresa de forma sencillísima un pensamiento tan, tan irónico...!
La ironía se manifiesta en la vida diaria: tú sabes que hiciste bien en abandonar tu vida anterior y al mismo tiempo sufres profundamente esa decisión que es buena.
No debes comer jamón serrano y no puedes evitar comerlo y aunque sepas que te va a sentar mal, volveras a él y lo morderás y disfrutarás el bien del mal que te produce.
Sabes que no es bueno esperar nada de nadie y aún así, en el inicio del día, esperas.
Alexander Nehamas en su libro El Arte de vivir, en el que analiza las claves de la ironía en Socrates/Platón, Montaigne, Nietzsche y Foucault, avanza que en los Diálogos de Platón se produce una cuadruple ironía a partir de las cuatro posiciones en las que el autor coloca a los protagonistas: primero quien se enfrenta a Sócrates, Eutifrón, por ejemplo, luego Sócrates que le somete a su elenchós -el devastador método de preguntas y respuestas por medio del cual Sócrates intenta desinflar la confianza que en sí mismos tienen sus interlocutores-, tras él, nosotros los lectores, que -arrogantes e ignorantes- creemos estar más cerca de Sócrates que de Eutifrón y tras de nosotros, el propio Platón que nos hace ver que si realmente estuviéramos más cerca de Sócrates, habríamos de vivir como él vivía -es decir, buscar a través de la razón el conocimiento de la virtud- y sin embargo vivimos mucho más a la manera de Eutifrón.
La ironía no es un salto al vacío, ni un desdeñar al contrario sino más bien un forma humorística de acercarse a una verdad porque cuando el receptor de una ironía la descubre, siente a un mismo tiempo la satisfacción del descubrimiento y la gracia del artilugio.
Una ironía cruel, no es exactamente una ironía, es más bien un sarcasmo. Por eso los matices son tan importantes a la hora de llamar a las ideas. La ironía no contiene necesariamente crueldad ni jactancia aunque sí suela ser jactanciosa. La ironía sí contiene, necesariamente, giro y vuelta.
Lo hermoso de todo esto es que desde la primera hasta la última de las frases de este texto son susceptibles de destruirse con una buena dosis de eirôneia.
Simplemente hazlo
Simplemente hazlo

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/03/2011 a las 16:57 | Comentarios {0}


Cesare Ripa. Iconología. Siena 1613
Cesare Ripa. Iconología. Siena 1613
Amada mía:
¿Cuándo surgió la música? ¿Qué es la música? ¿El orden de unos sonidos? ¿Por qué en el Bardo Tolol o traducido a nuestro idioma tan seco en vocales, El Libro Tibetano de los Muertos aunque literalmente quiera decir Liberación por audición en el estado (bardo) intermedio, al que acaba de morir se le recita una oración (mantra) pegado al oído para que ésta deambule por su canal central y al final se afiance en su mente? ¿Qué es, amada, la sensibilidad? ¿Por qué la armonía se compone de medidas tan precisas que tan sólo alterándolas dan con ella al traste? ¿Por qué la teoría de cuerdas se acerca tanto a las tuyas, oh amada viola, hasta el punto en que se define como que una partícula será una u otra cosa, tendrá unas u otras propiedades según dónde sea pulsada, como así ocurre contigo que subes y bajas por los sonidos según pulsen los dedos de la concertista a unas u otras alturas de tus cuatro cuerdas? ¿Cómo puedo estar tan siquiera estando tú tan ausente? Porque ser no soy. ¿Cómo no eres capaz de entender que quisiera tener algo contigo antes de morir? La estrechez de mi carácter me lleva por paisajes muy umbríos, en lo hondo de los bosques. No sé si saldré de esta tenaz melancolía, ésta que me ha apartado de los hombres y me ha traído hasta aquí donde tan sólo pìenso en ti y en la cantidad de manos que habrán pasado por tus cuerdas, tu mastil y tu caja. El sonido del órgano precursor de la alegría enaltece mi hombría y me lleva a ser feliz con tan sólo imaginarte tumbada en mi cama, desnuda y distante, como el instrumento almacenado en un hangar de provincias en un pueblo húmedo, con cercanía de mar. ¿Surgió la música de las olas? ¿O del viento ordenó el hombre las primeras notas? ¿O fue Pitágoras, el furioso sabio, el que realmente descubrió la octava y sus distancias? Porque yo te trasmuto, amada viola, en ojos glaucos y cabello oscuro y tus cuerdas -vocales ahora- suenan a terciopelo, ese sonido con regusto a melocotón.
¿No son el sonido, el movimiento, la compresión del aliento formas de generación de energía? Y si lo son, ¿no es mi afán de ti una forma de generar energía como la estrechez de tu cintura o la resonancia de tu barra armónica? ¿No es posible, viola, que me seduzcas con unos compases de Bocherini en su octeto para cuerda?
Yo sé que no es cuerdo lo que digo pero sí es cuerda lo que siento y no soga sino crin de yegua en el arco contra cuerda de oro en el cuerpo. Bálsamo sería para mí tenerte abrazada entre mis piernas. Ausencia de todo lo que echo de menos, si escuchara en mi cerebro tu presencia.
La tarde acaba. A lo lejos las notas masculinas de una flauta me invitan a las orillas del Leteo; me dejaré llevar por su melodía como rata de Hamelín; me olvidaré del pizzicato que escuché en tu cuerpo en una pieza de Haydn, suave como mordiscos en el cuello, penetrante como tu aroma de palo de Brasil y dejaré que tu alma se evada hasta más allá de cualquiera de tus armónicos y cuando llegue a su orilla, me pondré de rodillas y hundiré mi cabeza en sus aguas sólo para no recordarte nunca, para no seguir anhelando la afinación al aire de tus cuerdas: do. sol, re, la y pediré la presencia de Padma Sambhava para que en mi oído insufle el sonido de la paz.

Narrativa

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 25/03/2011 a las 20:11 | Comentarios {0}


Resolvió encomendarse al rigor
y le salieron canas
y le apodaron viejo
y le surgieron callos
y le llegó el invierno.

Resolvió entonces encomendarse a la lasitud
y le nacieron hembras
y le llovieron piernas
y le aliviaron cantos
y le cubrieron mantos.

Resolvió entonces dejarse ir
y le sobrevino inapetencia
y se metió en callejas
y adoró a un becerro
y espantó a una boca.

Resolvió pues ser como era
y le llegó la primavera
y acunó a un cachorro
y merendó en la jaima
de una princesa hebrea.

Resolvió no resolver
y el mundo se le puso del revés
y se columpió en las ramas de una higuera
y se hizo a la mar en parihuelas
y braceó por un fondo de charca.

Resolvió no soñar nunca más
y soñó lo que no está escrito
y refunfuñó a la procesión de un santo
y se elevó, él solito, hasta el discanto
en una turbulenta noche de solsticio.

Resolvió volver a sus inicios
y se encontró sin una sola pista
y meditó el vuelo de las cigüeñas
y se emocionó con el campanario que era nido
y confundió el inicio con la espera.

Resolvió parar de resolver
y paró
y ayunó
y amainó
y murió.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 24/03/2011 a las 18:57 | Comentarios {0}


En junio de 2000 vivía en la casa de los padres de César. Me acababa de separar y aún no tenía casa propia así es que César me dejó durante un tiempo vivir allí (sus padres ya habían fallecido). Esta casa tenía dos particularidades: la primera la maravillosa biblioteca que atesoraba y la segunda que las paredes estaban empapeladas a modo de collage. Una decoración que el padre de César, Luis, había ido haciendo a lo largo de los años. El collage consistía en retratos y retratos y retratos hechos por pintores y fotógrafos de personajes y personas famosos, de tal forma que un día sentí que en aquella casa miles de ojos te estaban observando desde las paredes en cualquiera de sus habitaciones. Mi imaginación, a veces, se desborda y reconozco que alguna noche me desperté con miedo como si sintiera que algunos de esos ojos habían tomado vida y me habían mirado mucho más cerca de la distancia que había entre la pared y mi cama.
Yo solía escribir en el escritorio que fue de Luis, autor teatral en los años cincuenta. Una mañana leí en un periódico una noticia que animó mi creatividad. Era la noticia de que un aerolito había caído sobre la ciudad de Móstoles. De inmediato me vino la imagen de un hombre que camina por una de sus calles y un trozo de ese aerolito se le clava en la frente. Me pareció una buena anécdota para empezar un cuento y así, con el primer café de la mañana, empecé a escribirlo. Se titulaba El Falso aerolito de Móstoles. Al llegar la noche de aquel primer día me di cuenta de que la historia que estaba escribiendo no era un cuento corto. Algo había crecido en ella -no en mí- que había abierto vías y vías de historias, así es que cuando me metí en la cama ni siquiera pensé en los ojos que, como todas las noches, me vigilaban sino en que, de nuevo, tenía entre mis manos una novela.
A la mañana siguiente decidí dejar de redactar y hacerme un esquema de la novela que iba a escribir. El esquema tenía unas ramificaciones harto extrañas y a mí aquello me gustó, me pareció un desafío y pensé que, de alguna forma, tenía cierta relación con el empapelado de las paredes: rostros y rostros, ojos y ojos de épocas y estilos diferentes y, porque creo muy poco en la casualidad y mucho en la sincronicidad, sonreí y les dije a los retratos de las paredes, Así es que queréis que os cuente, ¿eh? Vale. Y puse manos a la obra.
Calculé, en aquel verano de 2000, que tardaría un par de años en tener el primer borrador de la novela a la que pronto titulé Las Últimas. El destino de las historias es como el destino de los hombres, insondable, y aquellos dos años se convirtieron en nueve. Nueve años durante los cuales la novela ha estado día tras día en mi cabeza, con periodos de barbecho en donde tenía que ser paciente y dejar que el vacío fuera fértil, con otros donde un frenesí por contar hacía que mi mano fuera demasiado lenta -he escrito toda la novela a mano que es como, según comentaba Antonio Buero Vallejo, hay que escribir porque el fluido entre la idea y su plasmación en la hoja no se interrumpe cuando escribes con la pluma entre tus dedos y sí cuando, para plasmarlo, has de golpear cada letra en el teclado-, hubo otros periodos en los que descubrí que los narradores no funcionaban y hube de cambiarlos, otros en los que la vida se metía entre medias de la novela y yo y me alejaba de ella. Y así, poco a poco, llegué en diciembre de 2009 al final del primer borrador. Calculé entonces que la corrección no me llevaría más de cinco o seis meses y como siempre, mis cálculos, no han tenido nada que ver con la realidad.
He de reconocer que en muchos momentos de este largo proceso, he llegado a desesperar. Me he dicho, Pero en qué berenjenal te has metido. O, ¡Qué inconstante eres! O, No, no, no funciona. O, ¡Jamás terminarás esto! Hasta que de repente ayer, 22 de marzo de 2011, puse la palabra fin en la página 318. Y escribo de repente porque me pilló de sorpresa. No sabía que la iba a terminar ayer pero el personaje de Damián Sairer, al que espero que dentro de muy poco puedas conocer, me dio la clave del final y yo le miré, tras tantos años juntos, y le dije de viva voz, Gracias, Damián. Si ti no habría podido poner la palabra FIN.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 23/03/2011 a las 12:19 | Comentarios {1}


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