No fue el vendaval ahora que estás perdida (ya alejándote. A veces me asusta lo consciente que eres de todos tus actos) ni las hojas que entraron a raudales por la puerta posterior de la casa; no fue el cielo que súbitamente perdió la luz ni la cadencia de unas gotas gruesas que empezaron a repiquetear sobre el empedrado; no fue bajar, quedarme desnudo, mirar en el espejo mi cuerpo de cuarenta y siete años y tomar la toalla, el bañador, el gorro de baño, las gafas y los tapones para los oídos mientras fuera la tormenta se había desatado y los rayos y los truenos hacían acto de presencia y lo llenaban todo con su clamor; no fue subir las escaleras con cierta ansiedad (sabes que desde hace meses esa ansiedad, ese pensamiento de no llegar, esa cadencia de la espada de Damocles en mi cuello, esa oscuridad en mi pecho, ese desdén me asolan hasta que tomo las riendas del agua y las surco) ni el ladrido del perro que esperaba fuera mi llegada; no fue tampoco imaginarte jadeando en casa de unos amigos ni la usura de un hombre que lo debe todo; así es que abrí la puerta trasera de la casa y el ruido y la furia de la tormenta me envolvieron en un abrazo tercio agua, tercio viento, tercio electricidad y dejándome llevar por fuerzas tan superiores a mí, llegué hasta el jardín, dejé la mochila en el porche, me desnudé y con las gafas y los tapones me encaminé a la piscina oscura como cueva, líquida como lava cuya superficie estaba cubierta de hojarasca y aún así no dudé y bajo la tormenta me sumergí en el agua y comencé a nadar; no fue porque era el último día ni porque al nacer en las grandes ciudades entiendo mejor los límites de un rectángulo que la línea de la orilla; no fue porque el cielo se hubiera vuelto receloso de la luz ni porque supiera que la luna llena se ocultaba tras los nubarrones; no fue porque supiera que tras el torrente de agua, ruido y electricidad escamparía y la luna llena se haría dueña -una vez más- de mi terror; no fue por la duda de si un rayo puede caer en el agua de una piscina y, paradoja, dejarme frito con su latigazo ni tampoco porque durante un instante pensara en ti junto al lago un día de invierno de hace dos años; no fue que comenzara a crawl y sintiera en mi espalda la lluvia ni porque al nadar mis brazos apartaran la hojarasca y tuviera más la sensación de nadar en un estanque con fondo de limo que en una piscina clorada cada tanto; ni tampoco fue -esto sólo lo intuyo- por el miedo que sentía en la niñez cuando las tormentas llegaban y el mar espumeante y amarillo se volvía loco y soez y aún así yo me metía en él y llegaba hasta donde ya no hacía pie y miraba las olas como se mira la mirada de un padre que no va a tener la más mínima duda en castigarte por una acción incorrecta; no fue porque alterara la rutina (es cierto, lo confieso, dejé de nadar las tandas de braza y las tandas de respiración agarrado al borde) y sin previo pensamiento, sin decisión tomada por algo, lo que fuera, un vértigo, una lanza, un recuerdo de la novela que estaba leyendo, comencé a nadar a espalda en mitad de una voragine que aun no se había calmado y así pude contemplar los rayos y cómo llegaban las gotas de lluvia a mi cara mientras nadaba largo a largo hacia ninguna parte.
					 
				 
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Narrativa
Tags : Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 31/08/2015 a las 12:01 |