Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Cortometraje en una única escena


Sec.- 1 DORMITORIO EN UN PEQUEÑO CHALET ADOSADO (Int/amanecer)

Una persiana medio bajada deja entrever las primeras luces del alba.
En una cama de matrimonio MUJER y HOMBRE aparentan dormir.
HOMBRE está en el lado más cercano a la ventana. Está de espaldas a MUJER, la cual se encuentra bocarriba con los ojos abiertos.
Lentamente se escuchan los cantos de los vencejos y los mirlos.
Es verano.
La sábana no cubre a ninguno de los dos.
HOMBRE está desnudo en posición fetal, con los ojos abiertos.
MUJER lleva un camisón corto, subido, que deja a la vista su sexo.
HOMBRE siente una erección. Se gira y, como si estuviera dormido, coloca su mano encima del vientre de MUJER.
MUJER cierra los ojos cuando siente el movimiento de HOMBRE. Se mantiene un momento quieta con la mano de HOMBRE en su vientre y tras una pequeña pausa se gira hacia el lado opuesto al de él, como si estuviera saliendo de un sueño profundo.
HOMBRE se acerca a MUJER y pega su sexo a las nalgas de ella. Durante un instante todo es quietud y canto de los pájaros mañaneros.
HOMBRE sube la mano hasta el pecho de MUJER.
MUJER ajusta sus nalgas al sexo de HOMBRE que empieza a endurecerse más.
Se escucha un suspiro (no se sabe de quién). Ambos siguen optando por aparentar que están dormidos.
HOMBRE, como si soñara, acaricia el torso de MUJER. MUJER, como si no sintiera nada, se mantiene quieta y respira profundamente. HOMBRE abre los ojos, acerca su cara al cuello de MUJER y aspira el olor de la noche en su espalda. MUJER calla.
HOMBRE roza con sus dedos el vello púbico de MUJER.
MUJER siente un estremecimiento.
HOMBRE llega hasta el clítoris, lo presiona ligerísimamente.
Suena la alarma del despertador.
MUJER se apresura a apagarla. Se sienta en la cama. Se despereza.
HOMBRE se mantiene tumbado, con los ojos cerrados.


MUJER:
Me estabas acariciando.

HOMBRE: (Abre los ojos. Mira a MUJER ladeando un poco la cabeza)
No. Dormía.

MUJER:
Yo también dormía.

HOMBRE:
Estarías soñando.

MUJER:
Y quizá tú soñabas que me acariciabas.

HOMBRE:
Quizá. Vas a llegar tarde al trabajo.

MUJER:
Sí.

MUJER se levanta. Entra en el baño.
HOMBRE gira su cabeza hacia el lado de la ventana. De inmediato unas lágrimas resbalan por sus mejillas. Los pájaros siguen cantando. Se escucha el agua de la cisterna cayendo en el retrete.

Guión

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/06/2011 a las 12:04 | Comentarios {0}


Libro del desasosiego de Bernardo Soares escrito por Fernando Pessoa. Editado por Seix Barral. Traducción Ángel Crespo.


Así como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también, lo queramos o no, todos tenemos una moral. Tengo una moral muy sencilla: no hacer a nadie ni mal ni bien. No hacer a nadie mal, porque no sólo reconozco en los demás el mismo derecho, que creo que me corresponde, de que no me molesten, sino porque me parece que los males naturales bastan para el mal que tenga que haber en el mundo. Vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viaje. No hacer bien, porque no sé lo que es el bien, ni si lo hago cuando me parece que lo hago. ¿Sé yo qué males causo si doy limosna? ¿Sé yo qué males causo si educo o instruyo? En la duda, me abstengo. Y me parece, además, que auxiliar o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena. La bondad es un capricho temperamental: no tenemos derecho a hacer a los demás víctimas de nuestros caprichos, aunque sean de humanidad o de ternura. Los beneficios son cosas que se infligen; por eso abomino fríamente de ellos.
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que me lo hagan. Si me pongo enfermo, lo que más me pesa es que obligo a alguien a cuidarme, cosa que me repugnaría hacer a otro. Nunca he visitado a un amigo enfermo. Siempre que, habiéndome puesto enfermo, me han visitado, he sufrido cada visita como una molestia, como un insulto, una violación injustificada de mi intimidad decisiva. No me gusta que me den cosas; parecen con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos, o a otros, sea quien fuere.
Soy altamente sociable de un modo altamente negativo. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo para con todo cuanto existe una ternura visual, un cariño de la inteligencia -nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza en nada, caridad para nada. Abomino con náusea y pasmo de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de todas las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esta náusea es casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer a la inteligencia ajena, o mover a la voluntad ajena, encontrar la verdad o reformar el mundo.
Me considero feliz por no tener ya parientes. No me veo así en la obligación, que inevitablemente me pesaría, de tener que amar a alguien. No tengo añoranzas sino literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero con lágrimas rítmicas, en las que ya se prepara la prosa. La recuerdo como algo exterior y a través de cosas exteriores; recuerdo sólo las cosas exteriores. No es el sosiego de las veladas de provincia el que me enternece por la infancia que viví en ellas, es la disposición de la mesa del té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de cuadros de lo que tengo nostalgia. Por eso me enternece mi infancia como la de otro: son ambas, en el pasado que no sé el que es, fenómenos puramente visuales que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no es porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca he amado a nadie. Lo más que he amado son sensaciones mías -estados de visualidad consciente, impresiones de audición despierta, perfumes que son una manera de que hable conmigo la humildad del mundo exterior, me diga cosas del pasado (tan fácil de recordar con los olores)- es decir, de darme más realidad, más emoción, que el simple pan cociéndose allá dentro de la panadería honda, como aquella tarde lejana en que venía del entierro de mi tío, que me había amado tanto, y había en mí vagamente la ternura de un alivio, no sé bien de qué.
Es ésta mi vida moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo -hasta de mi propia alma-, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada: centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído sintiente vuelto hacia la variedad del mundo. Con esto no sé si soy feliz o desgraciado; ni me importa.
18-9-1931
Fernando Pessoa -con sombrero- jugando al ajedrez con Aleister Crowley, también conocido como Frater Perdurabo o La Gran Bestia que fue un influyente ocultista, místico y mago ceremonial
Fernando Pessoa -con sombrero- jugando al ajedrez con Aleister Crowley, también conocido como Frater Perdurabo o La Gran Bestia que fue un influyente ocultista, místico y mago ceremonial

Invitados

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 08/06/2011 a las 17:30 | Comentarios {0}



Obra en una sola escena


ESCENA 1: SALÓN DE UN PEQUEÑO CHALET (Int/noche)

La cristalera que da a un pequeño jardín, está abierta. Fuera se escucha el sonido de la noche: búhos, grillos y carreras rápidas y cortas.
Elena, una mujer de edad indefinida, intenta no encender un cigarrillo. Se acerca a la cristalera. Vuelve a la mesa donde se encuentra el tabaco. Mira a Fernando, un hombre de edad indefinida, que se encuentra sentado en un sofá rojo mientras intenta concentrarse en una partida de snooker que ponen por la televisión.
Fernando se enciende un cigarrillo y da un trago a una botella de cerveza.
Elena se abrocha el cordón de la bata. Se acerca y sale, un momento, al jardín. Vuelve rápido, como asustada. Llega hasta la mesa. Enciende un cigarrillo. Da una calada honda.


Elena:
Te dije que estaba aquí.

Fernando sigue atento el desarrollo de la partida.

Elena:
Deberías salir. Con una linterna. Deberías ir hasta la esquina de la derecha. Hurgar en el hueco. Echar zotal. No sé. O lejía. Yo así no puedo dormir. No, no voy a poder dormir. Estaré escuchando toda la noche esa maldita carrera. Me volveré loca.

Fernando:
Soy incapaz de hacer lo que me pides.

Elena:
Cobarde.

Fernando:
Sí, lo soy, soy un puto cobarde.

Elena:
Todo contigo ha sido un tiempo perdido. No sé que haces aquí.

Fernando:
No vuelvas a reconocer que todo fue un tiempo perdido.

Elena:
¿Por qué?

Fernando:
No lo sé. Sólo te lo pido. Como tú me pides algo que sabes que no puedo hacer.

Elena:
Y yo seguiré escuchando esas carreras en la hierba.

Fernando:
Así será.

Elena:
Vamos a la cama.

Fernando:
Sube tú. Yo quiero ver el final de la partida.

Elena: (Se levanta. Apaga con furia el cigarrillo en el cenicero. Se dirige a la puerta del salón)
Todo es humo.

Se va

Fernando: (Sin dejar de mirar a la pantalla de la televisión)
Y agujeros.

Teatro

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/06/2011 a las 23:54 | Comentarios {0}


Cuentan los científicos efectos y causas. No será cuestión de desdecirlos. Sólo que el método científico es un método de análisis del mundo no el método.
Cuando escuchas con la mente abierta otras indagaciones, resulta que te puedes llegar a plantear cuál es el sentido de la comprensión del mundo y creo que ese sentido último sería: vivir sin miedo.
¿Por qué indagamos? ¿Por qué buscamos explicaciones? ¿Por qué nos arrimamos a una y normalmente nos anclamos a ella? ¿Por qué nos cuesta tanto desapegarnos?
Si el sentido último del conocimiento no es el conocimiento en sí (y esta condicional en realidad no tendría por qué ser tal, dado que, si analizamos el camino del conocimiento del hombre, veremos que conocer significa en muchas ocasiones negar el conocimiento anterior) sino la recta comprensión del orden del Mundo, la mejor forma de conocer será estar siempre abierto a las nuevas vías.
Durante muchos años pensé que la vida era un cuento contado por un idiota que no significa absolutamente nada (William Shakespeare) y esa idea me castró la posibilidad contraria y al mismo tiempo justificó los infortunios (palabra que emite ya un juicio de valor y que por lo tanto califica lo que, en puridad, no se puede calificar si no es por comparación) que, como a todo ser humano, me ocurrían. Con los años, con las experiencias, escuchando y leyendo a otros esa idea nihilista/destructiva del vivir ha ido girando hacia una forma de comprensión más despojada de juicio. La primera piedra de toque para ir eliminando esta sensación de hondo pozo, de fatum incontrolable, fue el descubrimiento de la ausencia de culpa o, por mejor decirlo, la sospecha de que en un lugar muy recondito del propio ser, el juicio moral de culpa estaba lastrando toda mi existencia.
Otro concepto que juega a favor del miedo, es el de la suerte o fortuna porque, en verdad, nunca sabemos si es suerte o no, si son afortunadas o no, las cosas que nos ocurren. El ejemplo más palmario, por repetido, es el de la persona agraciada con el gordo de la lotería y que al cabo de poco tiempo ve cómo su vida se ha roto en pedazos (no afirmo que ocurra siempre así, sino que ha ocurrido muchas veces). La manía mental de calificarlo todo sin dejar tiempo al tiempo, nos atrapa y marca nuestro devenir; el esfuerzo de no analizar sino dejar ser es ímprobo y desde luego no nos lo enseñan en las escuelas.
A medida que podemos aceptar la inferencia de fuerzas invisibles en nuestras propias fuerzas; a medida que miramos el paso de los días como una forma natural de aprendizaje; a medida que nos vamos despojando de los términos: esfuerzo, trabajo, sufrimiento y los vamos cambiando a los términos: constancia, gozo y placer, el ritmo de la vida cambia el paso y se instala un cierto laissez faire, laissez passer vital que alivia la penosa obligación de estar vivo por la mucha más luminosa de estar vivo sin más.
Cuentas las últimas investigaciones científicas que la clave del amor (la necesidad de fundirse con otro) se encuentra en unos determinados genes. Esta declaración la realizaron las científicas Adriana Villela, Barbara J. Taylor y Margit Foss de tres universidades de los Estados Unidos, las de Stanford, Brandeis y Oregon las cuales se centraron en el estudio de un gen de la mosca del vinagre (Drosophila melanogaster) llamado fruitless (sin fruto, estéril) que es uno de los trece mil genes del genoma de la mosca del vinagre. Los tres laboratorios habían descubierto que ese gen es el que controla el elaborado rito del cortejo. Parece ser que si en el laboratorio se inactiva dicho gen en los machos, éstos pierden todo interés por las hembras; pero hay más: si lo activan en las hembras, éstas ejecutan el apareamiento específico del sexo opuesto. La explicación anterior está extraída del libro de Eduardo Punset El viaje al amor. A mí me surgen unas preguntas ante semejante explicación mecanicista del sexo/amor entre moscas: Inactivada la elaboración del cortejo en los machos o activada en las hembras, ¿cómo se sienten? ¿qué piensan al ser incapaces de amar ? Es más ¿si no lo muestran, no lo sienten? Y en el caso de las hembras que realizan el ritual del macho, no se preguntarán, ¿pero qué coño estoy haciendo? ¿Qué nos indica realmente la aberración que se consigue al mutilar o alterar el orden físico de un animal?
El conocimiento es como las moscas: da vueltas y vueltas sobre lo mismo, una vez y otra, y en ocasiones acaba atrapado por un ser que lo desmembra y lo deja sin alas.
El cortejo de las moscas del vinagre
El cortejo de las moscas del vinagre

Ensayo

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/06/2011 a las 12:39 | Comentarios {0}


Atribuido a Isaac Alexander


No creas, dijo el Maestro, que esa huella es de carne; apenas la toques, sentirás que el mineral es su rey y que algo del líquido del mundo se deja huir intromembranas. Preguntó el Discípulo: ¿Cuál es, Maestro, el líquido del mundo? y respondió el Maestro tras reír de buena gana: El que languidece. El Discípulo se quedó -¿cómo diría?- compungido y miró a su Maestro con una mezcla exacta -es decir: equilibrada- entre mansedumbre y odio. Vino un silencio. Podría añadir: sonaba tan sólo el viento en las hojas, las hojas en la rama, la rama en el árbol, el árbol junto al arroyo, el arroyo en su cauce, el cauce en su orilla, la orilla en la hierba, la hierba en la hormiga, la hormiga en el hormiguero, el hormiguero en la tierra. Y quizá, como coda, destilar el sonido metafísico de la ignorancia que es -en el mundo físico- la bien llamada pedorreta. Tras tan larga pausa, el Discípulo elevó sus ojos y preguntó de nuevo: ¿Y las intromembranas? Y el Maestro entrecerró los suyos -como si un rayo de luz hubiera caído en ese instante dentro de sus pupilas- y, tras sensata ponderación, arguyó: Intromembranas se llama a lo que sin ser de una membrana o de otra, forma, sin embargo, parte de ambas. Estaba vez el Discípulo estuvo rápido al preguntar de nuevo: ¿Sirve para algo lo que me enseña, Maestro? y también el Maestro se aceleró al contestar: Absolutamente para nada, Discípulo. Entonces rieron ambos. Y se fueron caminito abajo como arrieritos que eran y que apenas tenían algo para comer.

Miscelánea

Tags : ¿De Isaac Alexander? Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 06/06/2011 a las 12:07 | Comentarios {0}


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