Al volver ha vuelto. Era la caída de la tarde por un camino llano y sombreado. Hacía calor pero la umbría lo hacía soportable. Estaba atento al ritmo de su azúcar. Estaba en el límite de una hipoglucemia. Ya empezaba a sentir ese nerviosismo interior como si las células se pusieran a dar saltos exigiendo un poco de glucosa. Apenas pudo saludar a una mujer y ésta se sintió ofendida. No quería -pensaba- andar dando explicaciones de sus carencias. Llegó hasta su casa. Comió y se repuso. Fue entonces cuando volvió: su hija tenía ocho años; rodaban -como juego de fin de semana- una escena en la que ella y su amiga hacían como que se acababan de conocer. A ambas les faltaban varios dientes. Su hija llevaba el pelo recogido en una coleta. La amiga lo llevaba suelto. Tenía un gran cariño a aquella amiga de su hija. Se lo sigue teniendo aunque haga tanto que ya nada sabe de ella. Hicieron varias tomas de la llegada de su hija -que interpretaba el papel de una niña que va a visitar por primera vez a la nueva vecina para proponerle que se hagan amigas- a la casa. Siempre se equivocaban. Siempre miraban a la cámara. Demasiada ternura, se dijo. Así es que puso la televisión y vio el resumen de un torneo de ajedrez.
A veces es capaz de sumergirse. Ve el fondo y se lanza en picado hasta él.
A veces quisiera tener el corazón del lobo estepario y su pelo blanco y sus ojos tristes.
A veces lucharía a brazo partido por besar la cicatriz en su pecho, la cicatriz del cáncer.
A veces dormiría escuchando el cencerro de las ovejas que pastan en la madrugada al abrigo del calor.
A veces bajaría a la ciudad y bebería.
A veces llegaría hasta el puerto y buscaría el mar como quien busca al amante.
A veces se quedaría callado, dentro del silencio, justo en la alborada.
Era un espadachín, un aire de mayo era; era un bucle o el rizo que se hace una tarde de verano sobre la superficie del mar; era la constancia sin razón, querer y poder; era santiguarse en el más puro ateísmo; era asegurarse en una piedra, no dejarse nombrar, seguir corriendo con las piernas rotas; era un testimonio; era alzarse el telón y estar de espaldas; era navegar sin mirar las estrellas, en plena noche de novilunio, quieto en la barquilla, pensando en Cristo, en el vivo, en el amante de María Magdalena; era ser el sobrino que ha de transmitir malas noticias; era el reverso, lo que no está claro, aquello por lo que muchos odian; era sacudirse la tarde; era una limonada.
No hay fin. ¡Vanidad de vanidades! exclama Cohélet y yo me someto, miro la tierra seca, la que se está cuarteando bajo el imperio del sol, en este desierto con llanura, donde no hay fin, donde la suerte del necio será la mía, donde todo tiene su momento.
No hay fin, me digo, ni siquiera, intuyo, si mi estado fuera vegetal, esa hierba a la que no sé poner nombre que se mece por el capricho del viento en direcciones que ella no podrá nunca adivinar. ¿No hay fin ni paciencia en la hierba?
Miro la llanura. Observo cómo el sol aparenta elevarse. Bebo un trago de agua. Me produce ternura el perro con el que comparto la vida cuando dormita y respira agitadamente como si estuviera soñando con un día de otoño justo cuando va a anochecer y la humedad se eleva del mundo y regresa a los cielos donde se condensará en masas blancas grises las cuales adoptarán formas caprichosas, caprichos de nuevo de los vientos. Los vientos y el mundo. Los vientos y el sino de las criaturas vivas y de las criaturas inermes.
Miro la llanura y pienso en los herreros. Miro la llanura e imagino un yunque. Miro la llanura y me duele el timo.
Reconoce que se dio cuenta de haber perdido la risa al cuarto día de haberla perdido. Recuerda que la mañana era nublada y quiso quedarse un rato más en la cama pero tenía no sabe muy bien qué compromiso en el trabajo y se tuvo que levantar. A la pregunta de si le ocurrió algún contratiempo aquel día, responde que no especialmente y de forma minuciosa relata en qué consistió la jornada: se levantó, un poco a regañadientes como ya ha contado, se duchó, desayunó un poco de queso fresco en tostadas untadas con tomate y aceite y un café bien cargado con leche desnatada, fue caminando hasta el lugar de trabajo, a las tres salió, comió en un restaurante de menú porque no le apetecía cocinar, volvió a su casa hacia las cuatro y cuarto, se echó una siesta de veinte minutos, habló por teléfono con un par de personas, terminó un dossier que debía entregar al día siguiente, salió a dar un paseo al caer la tarde, volvió, se desnudó, se hizo una cena ligera, vio la tele, hizo sus abluciones nocturnas, leyó un poco ya en la cama y se durmió. Eso fue todo. Así transcurrió el día en que perdió la risa. Comenta que eso es lo que le fastidia, no el haber perdido la risa sino que el día en que ocurrió fuera un día como otro cualquiera. Al decirlo intenta sonreír pero no aparece gesto ninguno en su cara, nada se mueve en su boca. Al darse cuenta insiste: le fastidia la monotonía de ese día. ¡Perder la risa, bueno, para lo que sirve!
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/07/2023 a las 18:28 |
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Tags : Cuentecillos Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/07/2023 a las 13:08 |