Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Me mantengo firme. Eso quiero decir. Firme y perdido. No recuerdo haber nadado hoy. No recuerdo haber nadado en mi vida. No recuerdo eso. No sé tampoco qué es lo que he visto en la televisión mientras cenaba en la cocina grande. ¿Por qué sé que hay una cocina grande? ¿Por qué sé que veo la televisión mientras ceno? ¿Por qué sé que he cenado? ¿Por qué no recuerdo la cena? Sé que por encima de mí hay varios pisos. Intuyo que con todas las puertas cerradas nada de lo que haga en esta habitación puede ser escuchado -recuerdo que cierro todas las puertas a mi paso y son muchas. Las cierro todas y no sé por qué las cierro. Me aísla. Me protege. Me quita miedo-.
¿He nadado? ¿Hacía tanto viento cuando nadaba como ahora? Son las tres y cuarto de la madrugada. Debería subir e iniciar la labor de abrir las ventanas de todas las salas en las que se expone la colección privada de arte de un magnate al que supongo viejo y al que no recuerdo haber conocido. Siempre que empiezo a calzarme siento miedo. Cojo las llaves. Cojo una linterna. Cojo un palo. Salgo de mi habitación y ya en el primer distribuidor, en cuanto enciendo la luz, siento el peso de la grandeza de la Casa Museo en la que me encuentro solo, a merced de mi destino, sin compañía ninguna como si a mí eso me hubiera importado alguna vez, la maldita, la puta compañía. ¡Os maldigo a todos! ¡Así os pudráis todos en el bajo vientre de Satán! ¿Quién es Satán? ¿Por qué maldigo? ¿A quién maldigo?
Subo las escaleras entre el primer sótano y la planta baja; las tuberías del agua y del aire acondicionado suenan a quejidos, a heridos de guerra, a gente que se hubiera quedado atrapada en una trinchera y pidiera agua o una lata de sopa de tomate Campbell. Llego hasta un pasillo donde se encuentra el primer cuadro de alarmas, el cuadro de la alarma interior. La desarmo. Accedo a un nuevo distribuidor donde se encuentra el cuadro de alarmas de las salas de exhibición. La desarmo. Procedo a encender las luces de las salas de la planta baja. Me dirijo a la gran puerta que da paso, desde el pasillo interior, al vestíbulo de entrada de los visitantes. Un gran vestíbulo sobre el que pende una hermosa lámpara de cristal y bronce. Mi corazón late demasiado deprisa como para querer dominarlo. Sudo frío. Me tiemblan las manos y aún así avanzo, me dirijo a la primera de las ventanas, abro sus hojas, me abofetea el viento, sujeto las hojas a los herrajes, aparto la mirada de las escenas de los cuadros figurativos en los que los pintores hacen alarde de las miradas de sus personajes. Nada hay más terrorífico para mí que la mirada de la figura de un cuadro fija siempre sobre ti. Voy abriendo las ventanas y como todas las noches, cuando llego a la última sala de la planta baja, me detengo un instante frente a un cuadro de Braque que no sugiere gentes sino quizás una pipa, una mesa, una guitarra. Me gusta la paleta española de ese cuadro. Me gusta su geometría. Me gustan sus proporciones. Así sala tras sala. Piso tras piso. Hojas de las ventanas tras hojas de las ventanas. Todas fijadas para que el viento no las zarandee y se produzca un alarde tal de movimientos y sonido de cristales rotos que las alarmas salten y vengan como asesinos la seguridad privada y la Policía del Estado.
Cierro tras de mí. Vuelvo a las dimensiones humanas de mi habitación del sótano. Ya nadie podrá escuchar el alarido que pego como sin con él pudiera quitarme de encima el terror que siento. Me calmo. Abro un instante la ventana que da al patio que tiene un techo retráctil. Por el hueco parece verse el brillo de una estrella solitaria. Lo cierro todo. Echo la llave de la puerta de mi habitación. Me meto en la cama. Hace calor. Creo que me voy quedando dormido. En un leve despertarme apago la luz –no puedo dormirme con la luz apagada desde el principio-. Reina una oscuridad absoluta en mi vida. Creo haber dormido muy profundo. Algo me hace subir a la superficie. Me oigo tragar saliva. Abro los ojos. Miro lo negro que se ve alterado por una franja de luz que se mete a mi habitación por la rendija de la puerta. Es la luz del distribuidor. Juraría haberla apagado. Juraría haber armado las alarmas. Late mi corazón. Me quedo quieto. Estoy helado. Una sombra se interpone en la luz que se filtra a través de la rendija inferior de la puerta de mi habitación. Contengo la respiración. Oigo una respiración. No quiero morir así. Me desmayo. Probablemente. Veo la luz del alba. No estoy muerto.
 

Narrativa

Tags : Olmo Dos Mil Veintidós Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/08/2022 a las 18:07 | Comentarios {0}








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