Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri


En la jamba estaba el signo
Era el pez comiéndose al bicho

 

Composición

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/09/2020 a las 13:35 | Comentarios {0}



En el túmulo arden parejas de gorriones cazados por el bien del trigo.
No se venden pajaritos en las aceras de la ciudad arrasada por cualquier guerra.
Bastará quedarse con los brazos cruzados y agredirse quietamente y sin grandes quejas.
Sabe que tras la montaña se alza el altiplano y que allí, sometidos a los vientos de poniente, arden las palomas,
se quiebran las palabras y el aroma del brezo lo inunda todo hasta convertir la axila
en pequeño cuenco para tierra.
Se vengarán los niños esta tarde y bajarán los viejos armados con sus varas.
Todo será algazara. Todo será bermellón. Aire y tierra y fuego y agua y bosque.
Sangre. Sangre. Sangre. Sangre. Sangre.
 

Composición

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/09/2020 a las 13:26 | Comentarios {0}



Aún queda. Déjale decirlo así. En estos días en los que la lluvia de septiembre ha llegado.
Cuando caía la noche sobre el pueblo se aposentó el cejo, como si el pueblo fuera un río.
No fuera a ser, se pregunta, que la verdad no se esconda sino que sea evidente en exceso y ciegue.
Remar, remar, remar hasta el fin de los días, en la barca sometida al vaivén de las olas
caprichosas como las ideas que fulguran y se apagan sin apenas haber nacido, casi abortos.
Ahora es el tiempo, se dice, y parece una arenga y se siente él ejército completo dispuesto a morir.
 

Composición

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/09/2020 a las 13:19 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


Infierno. Anónimo. Museo Nacional de Lisboa. Datado en el primer tercio del siglo XVI
Infierno. Anónimo. Museo Nacional de Lisboa. Datado en el primer tercio del siglo XVI

XVII
     ¿Qué hay más real que un sueño vívido? En los últimos días recordaba a T., hace muchos años en una isla griega. Volveré a esos recuerdos. Quizás hoy mismo. Antes necesito terminar la noche de la niebla con Hamlet y Donjuan.
Para llegar a la linde del bosque he de atravesar un páramo. En otoño y en invierno lo llamo páramo, en primavera llanura, en verano secarral. Creo que escribí* que ante el miedo hay que ir a por él. Pues bien, eso es lo que hicimos. Corrimos en pos del miedo cuando la noche y la bruma hacían que el mundo temblara y nuestros corazones se aceleraran. Lo increíble de la condición mamífera es que cuando el miedo es sólo mental a medida que te adentras en él, desaparece. No engaño si digo que en la fantasmagoría de la oscuridad brumosa intuimos seres fantásticos y luces del más allá y que nuestros oídos escucharon lamentos largos de almas en pena agotadas de penar y estaría por jurar -si el juramento significara para mí algo más que una palabra- que vislumbramos por entre una hilera difusa de olmos a los integrantes de la Santa Compaña. ¿Se escuchó entonces el lúgubre tañir de la zanfoña de Don Gaiferos? Aullaron Donjuan y Hamlet, aullé yo y con nuestros aullidos los seres del Alma del Mundo se fueron dispersando, se alejaron de nosotros y cuando decidimos retornar a la supuesta seguridad de nuestras cuatro paredes, la niebla se fue levantando y quedó al fin el cielo raso, cuajadito de estrellas, por fin sin luna. ¡Ay, luna, asesina de mis ánimos! ¡Dueña de mi devoción!

     El sueño lo tengo esa misma noche. No puedo llamarle pesadilla porque cené frugalmente y, a parte la broma, es un sueño intenso en el que -y eso lo dejaré para mí- se ocultan graves consideraciones. 
Estoy con T. es un centro comercial. T. y yo jamás iríamos a un centro comercial. Tenemos que estar en el centro comercial por algo. Estamos por algo en el centro comercial. El aspecto es el de cuando nos conocimos. Ambos somos jóvenes. No nos hablamos. No hace falta que lo hagamos para levantarnos a la vez de una terraza donde hemos tomado un café. Damos unos pasos. De debajo de nuestras gabardinas sacamos unas ametralladoras y empezamos a disparar contra todo lo que se mueve. Matamos o herimos a cientos de personas. En silencio. La masacre la veo desde mis ojos. Nos nos veo. Y digo esto porque hay una elipsis en el sueño -o yo no recuerdo el paso de un momento a otro- y ahora estamos todos los supervivientes en una especie de salón de actos. La policía ha acordonado la zona. Al fondo, abajo, en una tarima y con una mesa ante ellos, unos inspectores -no recuerdo cuántos- van interrogando uno a uno a los presentes. Todos van saliendo. A T. y a mí nos dejan para el final. En ese momento sé que la policía sabe que hemos sido nosotros pero también sé que aún no lo pueden demostrar. T. se mantiene impertérrito, algo pálido, creo recordar sus labios azulinos. A mí me empieza a invadir un terror que disimulo sin mover un sólo músculo. Sé que la policía no se va a andar con tonterías. Nos van a interrogar duro. Nos van a sacar la confesión como sea. Me llaman a mí. Mientras me acerco a la tarima digo, Quiero la presencia de mi abogado. Uno de los inspectores responde, Será porque has hecho algo. T. me mira. Yo le miro. Entonces reparo en que en todo ese tiempo no nos hemos dicho ni una sola palabra.

     Me despierta el canto del gallo. Con él rinde homenaje al sol. Ejecuta un acto estético. La viveza del sueño vivido me hace temblar. Aún tengo el miedo en el cuerpo y lo que me sorprende es que el miedo no sea por la matanza que acabo de perpetrar sino por las torturas a las que me va a someter la policía.

......................................................
* Isaac Alexander tenía una costumbre que conozco porque él mismo me la comentó: jamás releía sus escritos. Recuerdo que una vez se rió un poco a costa de Jorge Luis Borges de quien fue amigo y a quien le leía en ocasiones pasajes de La Odisea en sus años de ceguera. Borges decía que a él sólo le servía publicar para dejar de corregir e Isaac me decía, Yo jamás corrijo para no tener que publicar.
Yo añadiría que Isaac escribe como se vive: sin posibilidad de corregir.

 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/09/2020 a las 13:51 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La Danza de Henri Matisse. 1906
La Danza de Henri Matisse. 1906

XVI
     ¡No hubiera cambiado las cuevas a las que llegamos por el palazzo Pitti! Parecían trillizas como si tres dedos de Gea se hubieran apoyado en el acantilado y hubieran oprimido sus paredes hasta modelar aquellas cuevas idénticas, cómodas, sencillas. Tendrían unos seis metros de profundidad por tres de altura y unos cuatro de anchura. La entrada era como un ojo de buey. Al fondo, con helechos, hierba y unas piedras para delimitar el espacio y que no se desparramaran los vegetales, hicimos unas camas; en el lado derecho según se entraba, otros habitantes habían dejado construido un pequeño hogar donde hacer un fuego y en la cueva del medio alguien había dejado una especie de perchero fabricado en madera y que semejaba un árbol desnudo con pocas ramas. La cueva de la izquierda tenía decorada sus paredes con unas pinturas que recordaban las de Altamira y cuyo motivo era un corro de hombres y mujeres desnudos bailando al son de unos tambores. Los hombres tenían los falos erectos y las mujeres sus pezones; el coño de una de ellas escupía un surtidor de flujo como si fuera la fuente del manantial de la vida. Sorteamos la compañía y los espacios y a mí me correspondió con T. un muchacho precioso, con el pelo rubio y rizado y una boca de labios carnosos que parecían ofrecerse a cada instante para ser besados. La distribución en las otras cuevas resultó ser dos chicas y un chico en cada una de ellas. A T. y a mí nos correspondió la cueva decorada con el corro danzador.

     Esta tarde, sigilosamente, ha caído sobre nosotros una niebla abrumadora. Es densa. Es fantasmal. A cada momento me parece que de la lechosidad oscura va a surgir la figura de un ser fabuloso que va a provocar los aullidos de Hamlet y Donjuan y va a erizar los pelos de Euphosine y Aglaya. Hace ya muchos, muchos años, cuando era un niño, descubrí que la única de manera de vencer al miedo es yendo a por él, es entrando en él. Porque el miedo es un Todo que se desvanece cuando lo divides. Así es que me he hecho un café bien caliente, me he metido un buen lingotazo de cognac, me he vestido para aguantar la humedad y en una mochila he metido provisiones por si nos perdíamos. He llamado a los perros y los perros han venido. Las gatas nos han mirado como si estuviéramos locos y se han quedado dándose calor la una a la otra en una de las butacas frente a la chimenea.
Al entrar en la niebla he sentido, como si fuera Sísifo, el peso del mundo sobre mis espaldas. Los perros no se separan de mí. Caminamos justo cuando la tarde desaparece. Nos dirigimos a las lindes del bosque. Sé que debo entrar en él. Sé que la noche habrá caído cuando entremos en él. También sé que aumentará mi miedo cuando la bóveda del cielo se cubra del ramaje de los árboles y que miraré a mis perros, los cuales, benditos, sólo temen el frío y lo desconocido.

     No tenemos relojes. Las cuevas miran al sudoeste. El sol desciende. Tras habernos instalado decidimos bajar para darnos un baño. Vamos desnudos como los hijos de la mar. Es una desnudez edénica, si puedo decirlo así, en el sentido de que es pura. Todos sabemos que llegará un momento, quizás ese mismo día, en el que las unas y los otros nos miremos con la lujuria propia de la juventud pero en ese momento sé que ninguno de los ocho mira al otro con ese afán sino más bien con la mirada de los jóvenes cachorros que por fin han sido liberados y se les permite descubrir el mundo por sí mismos.
La cala es de una arena fina y amarilla. Mirando al mar, a su lado derecho, desemboca un riachuelo. Remontándolo llegaremos hasta el manantial del que nos hablaron en el Pireo y descubriremos una gruta y en la gruta una arcilla prodigiosa para la piel y la pintura. Pero eso será más adelante. Varios días después. Ahora es la tarde y el sol brilla sobre nuestros cuerpos. Hemos bajado con guitarras, flautas y bongos. Hemos bajado con tabaco y haschis. Hemos bajado con agua y con vino. Hemos bajado con unas toallas donde sentarnos. El agua limpia como nuestras almas, nos espera mansa, parece de esta forma darnos la bienvenida; parece susurrarnos a cada ola que llega a la orilla, Venid, queridos míos, dejad que os cubra; dejad que refresque vuestra piel y le añada la alegría de la sal la cual os la podréis quitar luego, en esa otra faz mía cuando soy dulce y sólo deseo que me bebáis. Entonces el aire de la tarde se llena de algarabía: el agua vuela, gritan nuestras gargantas, abren la mar nuestros brazos, descubrimos un fondo marino de ensueño. ¡Cómo queda atrás el dolor de la guerra! ¡Cómo parece que todo ha sido siempre así! Agua, tierra, aire, sol, belleza, belleza, belleza...
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/09/2020 a las 14:11 | Comentarios {0}


1 2 3






Búsqueda

RSS ATOM RSS comment PODCAST Mobile