Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


II
     Canto a la belleza de la vida. No a la belleza artística que sería, dentro de la Estética, un segundo grado -o momento- de la sensibilidad y el gusto (o disgusto) por lo exterior. Cantaré otro día a la belleza del arte. Hoy no. No.
     Me encuentro -si sigo la doctrina de los cuatro estadíos del viejo dharma- en el tercero de ellos, el llamado vanaprastha o primera retirada: Cuando tus cabellos se vuelvan grises y hayas visto crecer al hijo de tu hijo, retírate a los bosques. Así y desde aquí, canto la vida que he podido vivir y no puedo con mi contento si, como hoy, disfruto del olor de la tierra mojada tras la tormenta. (Lo disfruto porque lo aprendí. Lo aprendí sin esfuerzo. Lo aprendí del dolor. Del dolor, no del sufrimiento. ¿Desarrollar?).
     Canto a la belleza de la vida porque la vida en sí misma atesora todas las cualidades de los bello, la primera de las cuales -y posiblemente la más discutible desde la razón- es su sinrazón: lo bello es bello porque es vida.
     Esta vida -digo- me ha otorgado el don de disfrutar del olor de la tierra mojada tanto como pude ser capaz, en contrario, de sufrir los males del ser humano en los campos de concentración nacistas.

     Anoche me acosté tarde. Hamlet y Donjuán estuvieron nerviosos hasta que los jabalíes dejaron de hollar cerca de la casa. Yo intentaba leer El Tratado contra el método de Feyerabend sólo que el cansancio de la vista y el recuerdo de una conversación que había tenido con K.* por la tarde me lo impedían. K. me reprocha tácitamente -no sé por qué acabo de imaginar la palabra tácitamente sin su acento superesdrújulo y que si se dijera tacitamente quizá significara: adverbio de cantidad que por analogía con la palabra taza quiere decir de a poquitos- mis largas ausencias. Lleva años con ese sufrimiento. Alguna vez le dije, a la vuelta de una de aquellas largas marchas, Mi niña pequeña -lo era entonces- eres la parte alegre de mi corazón, eres el pensamiento por el que río, la materia -junto a la mía- por la que me merece la pena respirar. Aún no puedes saber que amar está en absoluta oposición con poseer. Porque no te poseo, te quiero. Más sufrirás cuanto más quieras poseer.
Con el paso de los años, la distancia se ha agrandado entre nosotros. La distancia que sólo existe en tanto en cuanto nosotros le damos una medida y unas consecuencias.

     Nado en el aire y recuerdo la frase que María Sanz de Sautuola y Escalante le dijo a su señor padre el naturalista y prehistoriador Marcelino Sanz de Sautuola cuando le acompañó en el año de 1875 a la cueva que había descubierto unos años antes en Altamira. Tenía entonces María 8 años. Fue ella la que se adentró en la llamada Sala de los policromados y tras casi 13.000 años unos ojos humanos volvieron a contemplar los bisontes. María llamó a su padre y le dijo, ¡Papá, hay huellas en el techo! Nado en el aire y soy consciente de que por vueltas y revueltas, por azares misteriosos, por una cuasi multiplicación bíblica, provengo de aquellas tribus altamiranas y estoy aquí junto a Euphosine -que significa Alegría- y Aglaya -Esplendor- que me observan escribir con gesto paciente. Creo que en la mente de las gatas, late aún el tiempo en el que vivían salvajes.
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* K. sea probablemente la inicial de la hija adoptiva de Isaac, a la que trajo desde Vietnam cuando la guerra aún no había terminado. Ca. 1974. 
Voy a respetar el que Isaac sólo ponga las iniciales de las personas cercanas sobre las cuales escriba y sólo si es de interés escribiré, como en este caso, una nota a pie de página para aclarar de quién se trata.
Arie van't Riet. Chamaerops azalea
Arie van't Riet. Chamaerops azalea

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 03/06/2020 a las 13:34 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


El carro de heno de John Constable 1821
El carro de heno de John Constable 1821

I
     Una Gran Maestra de ajedrez. Muy joven -sólo si se es muy joven se puede llegar a Gran Maestro. Es casi imposible que si se empieza a jugar muy tarde se llegue a ese grado de maestría-. Es una Gran Maestra de la provincia de Palencia, en España. Veo su nombre escrito en una pancarta. Su apellido tiene un H. No recuerdo más de su apellido. Caminando por la ciudad que debe de ser Palencia, llego hasta su casa. Me recibe su padre. Me indica dónde está su hija. Entro en la casa y cuando la atravieso pienso en lo burgués de la decoración, me fijo especialmente en el suelo de madera. También una chimenea (quizá sobre la chimenea, en una repisa, trofeos). Encuentro a la joven Gran Maestra. Tiene el pelo cortado a lo garçon. Fuma. Nos ponemos a hablar sobre ajedrez. Mientras lo hacemos y por una presión de su cuerpo -quizás ella se ha apoyado en un murete donde yo, previamente, he puesto mi mano- que yo no evito, toco con el dorso de mi mano una de sus nalgas. Ambos disimulamos que nos estamos tocando como si esas partes de nuestros cuerpos no nos pertenecieran. Charlamos sobre grandes maestros: Judith Polgar, Anatoli Karpov, Gari Kasparov, Boris Gelfand, Viswanatan Anand. Estamos en un patio con limoneros y luce el sol.

     Tapones en los oídos. No me duele nada. Me hace sentir bien el resultado del esfuerzo físico por evitar el dolor. Me mido el nivel de azúcar en sangre. 108. Bien. Pongo la radio. Marais. Me inyecto 24 unidades de insulina. Mientras espero a que salga el café pienso en lo soñado y vuelvo a sentir -por relación con los pensamientos sobre el sueño- que no me importa ser ya casi un anciano. No me importa que ya no quede demasiado para seguir -terminar- viaje. Dicen los discípulos que dijo el Buda: no te apegues a los placeres, no te apegues a los sufrimientos.

     Salimos a pasear a media mañana Hamlet, Donjuan y yo. Las gatas, Euphosine y Aglaya, se dedican a la caza en el pequeño jardín que rodea nuestro pequeño hogar. Cuando estamos enfilando el camino que lleva al Pico de los Cuervos, un niño me ve, alza la mano y exclama, ¡Adiós, Isaac! Le respondo, ¡Hasta luego! y le pregunto por su nombre. Se llama Óscar. Tiene un gesto bueno el niño.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 01/06/2020 a las 18:16 | Comentarios {0}


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