Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas de Fernando Loygorri


La Habana. Puesto de verduras en el Mercado Tocón en 1904
La Habana. Puesto de verduras en el Mercado Tocón en 1904

VII

     Gentes antiguas en una ciudad antigua. Tengo que marcharme. Quedan siete minutos para que salga el autobús que me devolverá a Madrid. Estoy en Reinosa. Pregunto a B. si llegaré a tiempo. B. mira a su hermana P. y ambas ríen. No lo saben. Debo intentarlo. Lo debo intentar por mí. No quiero seguir más tiempo en Reinosa. Estoy harto de los cantos de los mini-orfeones masculinos cántabros y sus canciones populares. Ha caído la noche. Debe de ser invierno. Ha llovido. Conduzco un coche que me han dejado y que he de dejar aparcado en el parking de la Estación de Autobuses. Voy muy rápido. Demasiado rápido para conducir por las calles de un pueblo. Pienso que cualquier imprevisto puede provocar una desgracia: un niño, una bici, una vieja, una pareja que se besa, una maceta, un derrape. Cualquier cosa, pienso, pero no aflojo. Quiero salir de Reinosa. Quiero volver a mi casa. 
La arquitectura de edificio de la Estación de Autobuses no se corresponde con la época en la que me encuentro. Parece un edificio de un siglo posterior, quizá de mediados del XXI. Todo hormigón, muy pocas aristas, con una extraña perspectiva que fuga cónicamente hacia un infinito que no debe de estar muy lejos. Las dársenas parecen pistas de aterrizaje. También me llama la atención la iluminación: una claridad oscura que sí se corresponde con la época en la que me debo encontrar: finales de los años setenta del siglo XX.
Llego a las taquillas. Pregunto si ha salido ya el autobús para Madrid. La taquillera mira a otra que está con ella y mientras mastica chicle como una hortera se ríe y me dice, No, no ha salido pero corra, corra,  a ver si se corre; mientras, la otra gime, Donne-moi! Donne-moi! Corro. LLego justo cuando la puerta se estaba cerrando. El conductor me abre. Le doy el billete. Me fijo en que lleva la bragueta abierta.

     Me palpita el corazón en exceso. No creo que llegue a taquicardia. Miro la lluvia que cae densa desde hace más de tres días. No recordaba tanta lluvia constante desde que salí de Polonia. Durante un tiempo fui tasador de bibliotecas*. En uno de mis viajes a una antigua abadía en Wittenberg cuyo abad quería desprenderse de gran parte de la biblioteca para acometer arreglos en los tejados, tuve el privilegio de tener entre mis manos varios incunables, alguno del siglo XIII con unas iluminaciones muy precisas. El día en el que tenía que llevarme los libros, llovía a mansalva. Es la única vez en toda mi vida en que he temido la lluvia. Incluso le recé para que no estropeara los manuscritos y llegaran sanos y salvos hasta Zurich donde Herr Pavel, el librero, esperaba el cargamento como agua de mayo para reflotar el negocio que estaba a punto de naufragar.

     He de ir a pasear.

     En el pueblo cerca del cual vivo hay una casa de comidas. Me gusta ir una vez a la semana. Sólo una. Me gusta crearme rutinas. Volverme rutinario. Hay temporadas en las que me dejo de afeitar no como un síntoma de dejadez sino como una nueva rutina; las hay en las que nada más levantarme me miro el interior de los párpados inferiores y según la coloración más o menos vívida decido si estoy mejor o peor de salud; las hay en las que me hago pajas sólo por las tardes o también en las que no me hago ninguna como forma de contención, como espejismo de que controlo mi vida y sus impulsos. Ahora, digo, he tomado la rutina de ir a comer una vez por semana a la casa de comidas del pueblo cercano al cual vivo. Sí, repito el enunciado con una leve variación. También sus dueños tienen sus rutinas y una de ellas es que cada día de la semana hay un menú, siempre el mismo menú para cada día. Hoy lunes el menú se compone de patatas guisadas, merluza a la romana con guarnición de lechuga, plátano, café y copa. Si se quiere comer otra cosa sólo puede ser a base de raciones.
La casa de comidas la regenta la señora Cristeta y su marido el señor Remigio y los fines de semana los ayuda la hija de ambos, Manuela se llama, una joven china que recién ha cumplido los veintiún años. Dilato el momento en el que vuelva a ver a Manuela. Sopeso la posibilidad de que la señora Cristeta tenga ganas de ser adúltera. Indago en el carácter de Remigio para saber si es manso o si es capaz de coger el garrote que tiene colgado tras la barra y partírmelo en el lomo tras descubrir -si se diera el caso, ya digo- de que Cristeta y yo nos hemos entretenido cualquier tarde de éstas hurgándonos en nuestros agujeros sensibles.

     A veces siento esta necesidad de reventar lo cotidiano como un mal tan necesario como el de crear rutinas.

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* Si quieren saber algo más sobre la labor como tasador de bibliotecas de Isaac Alexander, no tienen más que clicar en el nombre resaltado en verde en el texto  o buscar en los seriales en la página de inicio de esta revista. Tan sólo advertirles que no terminé de transcribir la serie. No recuerdo por qué. No siempre hay motivos.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 21/06/2020 a las 16:38 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


La musa y el muso
La musa y el muso
VI
     La nube se ha aposentado sobre nosotros. Día tras día los grises, los verdes y los ocres parecen empeñados en que nos olvidemos del azul.

     Ayer cuando la última luz estaba a punto de desaparecer, iluminó el camino que muere en mi casa el faro de una motocicleta. Yo estaba en el porche, sentado en una vieja mecedora que encontré en una almoneda a muy buen precio. Como hacía frío me había puesto la zamarra y me había subido el cuello. Aún llevaba puestas las botas de caminar y los calcetines gordos, los de lana. Las gatas estaban subidas en el alfeizar de la ventana derecha y los perros se secaban al amor del fuego de la chimenea. La lluvia que nos había acompañado a lo largo de todo el paseo, nos había calado. Nos gusta pasear con la lluvia. Siempre me sorprenden las miradas de Donjuán y Hamlet cuando sus caras están tan mojadas que todo el pelo se ha pegado y surgen, brillantes, sus ojos castaños; sus miradas parecen más infantiles; parecen mirar con más niñez el palo que estoy a punto de lanzarles o la pelota que no se ha perdido del día anterior. Un zoólogo -de cuyo nombre no llego a acordarme- asegura que los perros se aniñaron como mecanismo adaptativo para que los hombres los temiéramos menos que a sus hermanos los lobos.

     El faro de la motocicleta. Durante el paseo, mientras la lluvia caía sobre nosotros  -los perros husmeaban entre las jaras y los robles, se detenían en los musgos y escarbaban en la tierra hasta que alcanzada cierta profundidad hundían sus hocicos y aspiraban- he recordado un encuentro de juventud. En ocasiones la naturaleza me lanza hacia atrás. Memorias olfativas y táctiles. El poleo silvestre (me hubiera gustado escribir poleo salvaje) y justo a su lado la manzanilla. Tacto de lluvia junto al mar. Mediterráneo en septiembre. Camino desnudo por un sendero en el que pocos días antes he asistido al parto de un ternero. Recién la placenta en el suelo de tierra. Rodea el rebaño de vacas a la madre y la cría. Lo bello es el descubrimiento de la realidad misma en tanto origen de la vida. Es bello el espectáculo de placenta, sangre, carne y tierra mojada de líquido amniótico. También: cuando la vaca te mira no tienes la sensación de ser visto, sí de ser mirado pero no de ser visto. Cuando te mira otro ser humano siempre tienes la sensación de ser visto.

     El faro de la motocicleta se apaga frente al porche de mi casa. Calla el motor. Se acerca quien conduce. Se está quitando el casco cuando entra en el dominio de la luz. Es M. mojada por la lluvia que aún debe caer a lo lejos. Chorrean su chupa y sus pantalones de cuero. Se ha teñido el pelo de rojo. Me besa con pasión la boca. Comenta que necesita darse un baño y que prepare algo caliente antes de irnos a la cama. Me gusta que no me pregunte. Me gusta hoy. Tendré que decirle que no me gustará siempre.
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/06/2020 a las 17:09 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


Tres estudios para una crucifixión de Francis Bacon. 1962
Tres estudios para una crucifixión de Francis Bacon. 1962

V

     Fabular no gusta a todas la personas (nada gusta a todos). Ni tampoco que otros fabulen. El verbo proviene del latín familiar fabulari  'conversación' o más específicamente 'relato sin garantía histórica', es decir: cuento, fábula. A veces me ha pasado que he visto el gesto de disgusto ante un interlocutor con el que estaba fabulando realidades (soy un fabulador. No he hecho otra cosa en mi vida. La vida es una gran fábula -es decir es un inmenso lenguaje que encadena relatos sin garantías históricas- en la que cabe todo lo que pueda decirse. Sólo que a muchos seres humanos todo lo que puede decirse no les gusta nada y suelen aburrirse y el aburrimiento es una de las variantes sutiles del miedo).

     Es una calle estrecha en un pueblo. El cielo está encapotado. Salgo con Donjuán a dar un paseo. Al doblar una esquina veo que la calle se ha inundado, se ha convertido en una piscina. Dos viejos o mejor: un viejo y una vieja, se disponen a atravesar la calle y se van hundiendo en el agua pero siguen avanzando hasta que el agua les llega al cuello. La vieja lleva una pañoleta negra atada a la cabeza; el viejo lleva boina negra con rabo. Donjuán se mete en el agua y pronto se hunde. Yo me quedo en la orilla. Espero a ver si el perro sale a la superficie. Veo las pompas de aire que explotan. Asoma su cabeza negra. Se vuelve a hundir. No parece agobiado. Me fijo de nuevo en las pompas. Cada vez hay menos. El perro se debe estar ahogando. Voy en su busca.

     El viento arreció en la madrugada y revolvió los olores de mi cama. Entre esos olores volví a sentir -a palpar- el olor de M.

     Desayuno con las primeras luces del día. Las gatas juegan como si fueran dos crías. Se persiguen por el jardín y cuando se atrapan se revuelcan felices mientras se muerden. Los perros se encuentran a mis pies. Saben que cuando termine el desayuno haré mis abluciones y tras ellas nos iremos a dar el largo paseo de la mañana. En los animales la rutina es una bendición. Para ellos saber lo que va  a pasar es todo lo que necesitan para vivir un día más. Hay una serpiente en el camino cuya rutina me pasma y también la de tres conejos a los que siempre me encuentro en el mismo territorio. Las moscas sólo te molestan un trecho y no porque se cansen de hacerlo sino porque abandonas su espacio... su cotidiano... un árbol, una viborera común con sus hermosas flores moradas, la sombra que proyecta una piedra...

     Fábula entonces; fabulista; fabuliste en francés desde 1588; fabuloso; fabulosamente; fabulosidad; fabular; fabulador; fabulación; fabulario (que parecería ser un índice de fábulas); fabulesco; fabulizar... ¿y confabular?
A veces fabular lleva al descrédito (crédito de credere que es creer) y ese descrédito se basa en lo que sí se cree. Hoy en día la ciencia como metáfora creíble del Mundo. Quien no cree absolutamente en la ciencia es un fabulador (epíteto éste dedicado con intención de menoscabo. Ser un fabulador es ser un falso, un mentiroso, un mal informado o cuando menos un ingenuo -en el sentido de algo estúpido-. ¿Dónde, entonces, lo verdadero? ¿Dónde la información siquiera veraz? 

     ¿El agua que inunda la calle del pueblo en mi sueño es el flujo de M.? ¿Donjuán al hundirse en esas aguas soy yo inundándome de ella? ¡Fábulas! ¡Fábulas! ¡Vida! ¡Vida!
 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 15/06/2020 a las 15:14 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


IV

     Callar. Quedarse callado. ¡Qué difícil ha sido siempre para mí callar! Ahora me obligo a hacerlo. Quizá por esto estas soledades. No tengo necesidad de oponerme a los ladridos de Donjuan o a los maullidos Euphosine cuando quiere salir por la noche para escudriñar en la oscuridad del jardín la presencia de la vida presta a ser cazada.
Callarse ante el engaño. Callarse ante la posmodernidad. Callarse ante el paso del tiempo. Así he de hacer. He de juntar mis manos. He de cantar a la mañana y saludar al sol no como a un Dios ígneo sino como se saluda a una enana amarilla. Callarse en el tropiezo y en este desasosiego que se disimula con el sonido del péndulo. Péndulo de reloj de pared. Péndulo de Foucault. Péndulo de la historia. Callarse ante la Historia. Escuchar las historias sin emitir consideraciones y menos aún juicios. Callar y escuchar. Ha llegado ese tiempo: callarse ante la naturaleza. Escuchar lo cotidiano como quien escucha algo extraordinario porque la naturaleza es un misterio y la cotidianidad es su autopista. Entonces desviarse. Tomar una carretera secundaria. Bajar la cabeza. Mirar el paso siguiente y tener los oídos bien abiertos a los sonidos del Mundo: el hada y la hoja; la barba de cabra y la flor de San Juan; el puercoespín y el fantasma; el aire de un aroma y el aroma de un dolor. Escuchar y callar. Soñar en silencio para no molestarse.

     Lo insondable es lo finito, lo infinito es inefable. Entretenerse en el trajín de un hormiguero. ¡Lo que daría por escuchar su sonido! El frufrú entre las antenas, el sonido de la tierra provocado por las patas. Oler el ácido fórmico. Reverenciar a la reina. Alicia entendió muy bien lo insondable de lo finito. Yo debo aprenderlo todo porque mi mente encerrada en un cuerpo que cae, mantiene el afán de lo novedoso. Yo también quiero hundirme hasta un lugar muy oscuro de la tierra y quiero que la maravilla se adueñe de la propia magia de pensar y ser pensado. Mi mente -sea lo que sea ese ente que no se aloja tan sólo en el cerebro sino también en la rodilla o en el segundo premolar (según nos aclaraba Wittgenstein)- es divertida y se divierte. Por eso camino por bosques y en el silencio propio escucho los pálpitos de los demás.

     Callarme. Para que no entren moscas o peor aún sapos en mi boca. Callar y leer. Callar y mirar largo tiempo la humilde manzanilla mientras Donjuan y Hamlet retozan entre las hierbas primaverales a la vera del camino. Callar con la conciencia de que en poco tiempo -péndulo, medida, secreto, dimensión, de nuevo misterio-  estar callado será un hábito. Ya podré mirarme en el espejo sin pensamiento. Ya podre imaginar el número trescientos sin decírmelo al unísono y así de a pocos volver a la ingenuidad  -es decir: in/gen/uidad → en el origen- de tal forma que cuando sonría lo haga sin malicia o cuando llore tenga su sentido. Callarme como cura de soberbia. Callarme como repudio del orgullo. 
 
La incredulidad de Santo Tomás. Caravaggio. 1602
La incredulidad de Santo Tomás. Caravaggio. 1602

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 11/06/2020 a las 16:22 | Comentarios {0}


Escrito por Isaac Alexander

Edición y notas Fernando Loygorri


Retrato de Simonetta Vespucci de Piero di Cosimo. 1490
Retrato de Simonetta Vespucci de Piero di Cosimo. 1490
III
     
     Cuando imagino la labor de un tanatopráctico -embalsamador se decía desde antiguo. Sólo que embalsamador no es un palabra que en los tiempos modernos sugiera ciencia, rigor (no rigor mortis), asepsia, camilla blanca, luz blanca, sondas, vías, esas cosas que hacen que la labor de mantener un cuerpo visible durante una horas se asemeje, por mor de la paradoja, a una labor casi médica- siento una gran paz. Mi ideal del tanatopráctico es una mujer callada, de mediana edad, divorciada, con los ojos grandes y la boca grande y las manos grandes a la que le gusta escuchar pop inglés de los setenta mientras vacía de fluidos el cadáver e introduce los conservantes necesarios para pasar sin sobresaltos las veinticuatro horas siguientes. Una mujer que le vaya diciendo al muerto lo que le va a hacer, si sentirá un pinchazo aquí, un poco de frío por allá y que cuando encuentre una cicatriz en el cuerpo yerto, se detenga y le pregunte cómo se hizo aquello e incluso le pida que le deje adivinar. La embalsamadora podría ser el título de un cuento gótico con lunas llenas, amores imposibles, noches de tormenta y parajes boscosos.

     Al levantarme el viento azotaba las contraventanas de la casa. Muchas noches se me olvida asegurarlas y despierto de un sueño en el que soy piloto de un velero de tres palos en un mar tempestuoso. A mi lado se encuentra un grumete que quiere ser valiente y que en mitad de la tempestad me grita: ¿Aseguro las contraventanas? Señor timonel ¿Las aseguro? Mis manos están empapadas y apenas las siento. No me atrevo a decirle al muchacho que poco importa que aseguremos contraventanas porque la nao se va a pique.

     Hacia el mediodía veo que se acerca un coche. Es raro porque el camino que llega hasta mi casa, muere en ella. Supongo que alguien se habrá extraviado. Me equivoco. Resulta ser mi sobrino, al que en alguna ocasión he llamado Pseudo Lucilo y al que suelo escribir cartas filósofas, si se me permite el apelativo, con el que quiero indicar que no alcanzan en absoluto la categoría de filosóficas. Tampoco son cartas morales porque la moral es hacer lo correcto y eso es algo que yo nunca supe hacer. Viene en un coche viejo, un Ford K que le regalé cuando decidí dejar de conducir. Viene acompañado por una mujer joven -joven para mí, claro- llamada M. con la que parece que mantiene una relación amorosa desde hace un tiempo. Nada más verla y nada más mirarme descubro que M. tiene un mirada inolvidable. M. hace renacer en mí el deseo y desde el primer momento pongo en marcha las artimañas de un amante al que aún le quedan un par de balas en la recámara. Cocino un ragú de ternera con una vieja receta en la que el vino de Oporto le da un sabor sensual. Despliego todo el encanto del que soy capaz tanto en la charla como en la elección de los vinos. Me muestro ágil, cortés, amigable y ella poco a poco empieza a fijarse en la cola de pavo que he desplegado para ella y cada vez más sus ojos se dirigen a mis manos y nos rozamos en la cocina mientras lo recogemos todo y le pedimos a mi sobrino que descanse, que bastante ha hecho con conducir.
La tarde es un paseo largo por los alrededores. Hamlet y Donjuán acompañan mi pavoneo comportándose como los auténticos perros de un conde medieval que se hubiera retirado del mundanal ruido. Las gatas ronronean satisfechas cuando M. les acaricia el lomo y me sonríe. Insisto en que se queden a dormir y mi insistencia tiene premio. Tras la cena, frugal y regada con un vino de la Ribera del Duero, le hago a mi sobrino una infusión a la que añado unas gotas de láudano, las justas para que el sueño parezca natural.
M. me mira con malicia. Yo sonrío y hago un gesto de disculpa. Me toma la mano derecha y se la lleva al pecho. Acaricio ese pecho joven y alegre como el brillo de su mirada. Acerco mi boca vieja a la suya joven y al unirse ambas bocas generan una nueva que podría llamar madura. El sofá se nos hace estrecho. Sus caderas son anchas como los océanos y sus muslos tienen la consistencia de los fustes de las columnas griegas. Toda ella es un templo. Yo sólo soy un suplicante.
En mi alcoba nos desnudamos. Nos echamos en la cama -grande como un cuadrilátero- donde nuestros deseos puedan luchar hasta agotarse y me agoto en su cuello y me agoto en sus manos, y me agoto en su sexo que me recuerda la geometría de los jardines franceses y me agoto en el olor de su pelo y en la contemplación de sus ojos y las horas pasan gozándonos hasta que la aurora de rosáceos dedos y el canto de los pájaros de la amanecida nos recuerdan a las doce campanadas de la inmortal Cenicienta y las consecuencias que podrían derivarse si nos quedáramos dormidos y mi sobrino tras el sueño reparador del opio, nos sorprendiera en tan grato descansar. Se va M. de la alcoba y nunca hasta entonces la había sentido tan vacía.

     Me levanto tarde. Sobre la mesa de la cocina mi sobrino ha dejado una nota. Me da las gracias por mi hospitalidad. Promete volver pronto. M. escribe, Una jornada inolvidable. Me preparo un café. Soy feliz. Aún huelo a ella.

 

Narrativa

Tags : Escritos de Isaac Alexander Libro de las soledades Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 07/06/2020 a las 01:24 | Comentarios {0}


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