Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
El silencio suena a gas que se esfuma... El silencio no mata, se puede respirar... El bosque está lleno de vida... en el bosque el silencio no es posible... ¿cómo se aprende el bosque?... hablamos, hablamos sin parar... cada vez que falta, se descubre que la televisión es una droga... gas que se esfuma... no sé (sabe) qué persona utilizar... qué persona en este silencio inodoro... el gas del silencio no huele... tampoco duele... no es el silencio el que duele sino el clamor que su presencia produce en el interior... ¿qué es el cerebro?... ¿cómo se salda la sabiduría?... ¿quién sabe qué?... ¿cómo que el tiempo...?... una buena historia sirve para acallar los monstruos... una buena historia es como un buen silencio... la moratoria... como ayer cuando en la última mirada a una vecina... no sabía que se iba... era la vecina más hermosa del bloque donde roban... el camión de su mudanza impedía la salida conocida... volví a rozarlo con una de las putas columnas... la miré con una mala mirada... luego supe que esa había sido la última mirada... el gas que es silencio me recuerda a cada rato esa mirada... y me digo que si lo hubiera sabido aunque me hubiera llevado por delante una alerón entero, no la habría mirado así y si no fuera tan incapaz de ser amable, habría bajado del coche y le habría dicho: Sé que está usted casada y que quizá lo que le digo le incomode pero quiero que sepa que durante estos meses ha sido usted la visión más hermosa de estos bloques, la alegría de mi vista y que la buscaba en las mañanas cuando iba usted con sus hijos a la escuela y a veces, sin tener por qué, cuando salía usted a colgar la ropa, yo salía también tan sólo para verla un poco, sabiendo que usted sabía e intuyendo, perdone si no es cierto la vanidad, que quizá yo también a usted le alegraba un poco su tristeza. Porque está usted triste, señora. Porque sus problemas deben ser graves y esta mudanza lo debe de confirmar. ¡Ojala Fortuna se alíe con usted y vuelva la sonrisa a ese rostro que muestra su belleza!... el silencio y la mirada fusca (por tonta)... la sed... el silencio del cuerpo... tan callado... el silencio de la imaginación cuando acaba el año... el bosque y sus matices de sol... la cascada, la almena, la calma chicha, la lectura, el teclado de este pequeño ordenador que me ha prestado, tan generosamente, mi hija... mi hija y su risa y esa alegría aún tan infantil que bordea las paredes y sale al mundo y, refractario como estoy, también a mí me inunda... su marcha hace inmenso este silencio que como gas se esfuma y difumina los contornos del mundo y los convierte en ecos que han perdido, a lo lejos, su voz

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/12/2011 a las 22:58 | Comentarios {0}


Yo no sé si cuando Epicteto fue desterrado de su patria sonrío pero al menos sí escribió que aunque le desterraran no podrían impedir que una sonrisa acudiera a su boca.
Este principio de que la voluntad de encarar las cosas con ánimo favorable es patrimonio del ser humano a quien le ocurre, se resume en el saber popular con un a mal tiempo buena cara.
He de reconocer que me cuesta sonreír ante la adversidad, ante los contratiempos. He de reconocer que desde que me desvalijaron la casa siento un abatimiento y una tristeza que no cesan. Y más aún cuando he de entender que todos estos asuntos no son más que pruebas que algo llamado Alma le pone a este ser humano que se llama Fernando y que aunque lo sienta muy mío, no es yo.
Yo no soy nada. Y no lo entiendo. Quiero decir que lo entiendo pero no lo entiendo. Tengo la suerte de llevar muchos años sabiendo que todo lo que se puede decir es posible. Y aunque sé que se puede afirmar que el ser humano Fernando no existe en absoluto y aunque acepto que ésa es una verdad de Perogrullo, el ser humano Fernando que ahora está tecleando estas ideas acumula desde que le robaron, desde que le asaltaron su casa, desde que entraron en la habitación de su hija, desde que se llevaron sus tres pertenencias miserables, un dolor, un abatimiento y una tensión en el ojo derecho que no logra de ninguna de las maneras convertir en sonrisa.
Y quisiera sonreír, ¡vive el cielo que quisiera!
Y quisiera agradecer a los ladrones la bendición de la putada que me han hecho (no, no me la han hecho, yo detono la posibilidad de que me hagan semejante bendición) para poder seguir aprendiendo no sé qué, y no lo puedo saber porque mi estado de conciencia es mínimo; estoy en la escala del uno al siete, en un estado uno aunque para mí que estoy en una escala inferior a uno. Soy incapaz de no sentir un turbio malestar que me lleva a estrellar unas cuantas tazas contra el suelo de la cocina, a romper un cuchillo, a gritar hasta casi romperme la garganta y a quedarme dormido y a despertarme e ir a Madrid y romper mi ley de silencio y expresar unas cuantas gilipolleces en un lugar donde debería estar callado, donde quiero estar callado y aprender, quiero aprender, quiero aprender.
Este ser cínico que ahora escribe es el ego de un ser humano llamado Fernando; este ser humano no es; si a este ser humano le arrancamos la máscara queda nada, pura tranquilidad, lago sin ondas, sin vida subacuática; este ser que siente la pérdida; este ser que no entiende el desapego; que desde hace cuatro días no gusta de su casa, ni de la ventana de la terraza; este ser que ahora está escribiendo estas cosas que no llevan a ningún sitio; cosas nada. No así Epicteto que supo sonreír ante la adversidad. La adversidad sonriente. Todo está bien. Estamos sanos. No fuimos agredidos. La salud. La integridad física. Pero si hubiera habido agresión física también debería bendecirla y además sería responsabilidad de mi Alma, no de los ladrones, que me quiere enseñar, que me quiere llevar a ese lugar donde cualquier suceso de la vida no tiene la más mínima importancia, no conlleva juicio de valor alguno, porque no sé.
Y esa sí que es una verdad que acepto con una sonrisa: no sé nada. No entiendo nada. No sé por qué me entristece no ver el ordenador con toda mi obra dentro de él encima de la vieja mesa de madera o la cámara con la que grabé momentos muy felices o la televisión que me entretenía las noches solitarias o los teléfonos a los que iba cogiendo el tranquillo; no sé por qué me enfurece que todo eso esté en manos de unas personas a las que en absoluto conozco. Personas que, como yo, tampoco existen y cuya responsabilidad en el robo no les concierne sino que le concierne a sus Almas que con semejantes actos les quieren hacer aprender algo.
Así la rueda del mundo que yo no entiendo, de la que nada sé, a la que, estoy casi seguro, nunca llegaré porque en el fondo de mi ser humano Fernando tengo para mí... no, no tengo nada para mí. No soy. No sé cómo no soy pero no soy.
Seguiré trabajando.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 28/12/2011 a las 22:58 | Comentarios {0}


Capítulo Tercero. Enrique


Enrique se sienta desde el primer día que entró en el cuarto a la izquierda del espejo. Es un hombre joven, de unos treinta y seis años, con la cabeza calva; es pequeño, menudo, de ademanes nerviosos y en su cara, como miniatura, se adivina la tensión y es su voz enronquecida, la que clama su represión de la cólera. Viste siempre de traje excepto cuando no va al trabajo -en una sucursal bancaria donde es cajero- y entonces viste vaqueros y pullover.
Desde el primer día mostró una actitud racional, con esto se define la actitud del hombre que está dispuesto a entender lo incomprensible; también se intenta definir con el término racional la compostura de quien se encuentra realizando un máster de empresas: piernas cruzadas, postura relajada como dejando que el cuerpo se escurra un poco por la silla; la expresión corporal abierta de quien ha estado en muchas entrevistas de trabajo y sabe que cruzar los brazos denota cerrazón o que mirar de soslayo es una clara muestra de desconfianza; suele asentir a todas las enseñanzas de la Terapeuta (al principio escribimos Maestra pero iremos cambiando su denominación según de qué persona hablemos. Para Enrique la Maestra es su Terapeuta) con gestos y sonidos de aprobación.
Es -al igual que Luis- macho en la reunión de mujeres. Porque en las reuniones hay siete mujeres y dos hombres y esa situación, de forma civilizada, se muestra en ambos machos y en las siete hembras. Al ser civilizada, la manifestación de la masculinidad se da en el afán dominador y excelso de cada uno de los machos que se traduce en la exposición de sus conocimientos y en la dialéctica de la que hacen gala cada vez que tienen ocasión ya sea por exceso o por defecto. Colas de pavo real. Y una gran tristeza.
Enrique: Como acabas de decir (se refiere a lo que ha dicho la Terapeuta) la nutrición es fundamental. Entiendo perfectamente. Perfectamente. Podría decir que has abierto en mí una vía de conocimiento, has dejado con tus palabras en mí una camino por el que, sin duda, podré descubrir uno de -permitidme la broma- los arcanos de mi personalidad. Mi infancia, claro, mi infancia. Ahí está la llave. En ese mundo que viene dado como los libros contables con su debes y haberes. Yo recuerdo, bueno no lo recuerdo, la figura de mi madre. ¡Ah, sí, mi madre! Claro, mi madre. Has dicho (se refiere de nuevo a la Terapeuta) que cuando somos niños -por cierto en una imagen preciosa, preciosa, no exactamente preciosa, quiero decir, mejor, impactante, sí impactante- si nos alimentan con un biberón de leche y veneno -leche y veneno, impresionante- cuando seamos mayores creeremos que el veneno nos da la vida. Estoy muy de acuerdo. Sí muy de acuerdo. Sólo que yo quisiera, quisiera saber ¿cuál es el veneno de mi infancia? ¿por qué siento esta mansedumbre cuando estoy en la ventanilla del banco y veo pasar la vida como veo pasar los billetes de la caja a las manos de los clientes? ¿cuál fue ese veneno mezclado con el pecho de mi madre, la leche de mi madre? ¿qué se ponía en los pezones? Perdonad, ya sé que sois mayoría de mujeres. Espero que no os ofenda el uso de estas palabras. Quiero decir, ¿qué leche me dio mi madre? ¿la envenenó ella? ¿la envenenó mi padre? Quiero decir ¿le pondría poco antes de la toma -por seguir con su hermosa imagen- veneno de mansedumbre? ¿Por eso me siento manso? ¿Me pellizcaba mi padre? ¿Me sometía en la lucha del amor por mi madre que era su mujer? Eso quería decir. Pero muy bueno, muy bueno ¿eh? todo lo que dice. Estoy muy de acuerdo. Me abre la mente. Me, me enseña, seguro. Seguro. (Se hace un silencio. La Terapeuta le hace un gesto para seguir ella hablando)Sí, sí, siga. No tengo nada más que decir por el momento. No molesto ¿no? ¿Puedo hablar siempre que lo necesite?

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 27/12/2011 a las 20:34 | Comentarios {0}


Había escrito muchas cosas.
Las he borrado todas.
De repente todo desaparece.
O alguien se lo lleva todo.
Como el 23 de diciembre cuando unos ladrones entraron en mi casa mientras mi hija y yo dormíamos y se llevaron, entre otras muchas cosas, mi trabajo.
¿En manos de quién están mis poemas, mis cuentos, mis diarios, mis guiones, mis obras de teatro, mis lucubraciones? ¿Tendrán miedo? ¿Tendrán frío? ¿Se reirán de ellos? ¿Serán maltratados? ¿Serán eliminados?
Os echo de menos. Estáis en mi corazón.
Escribo estas líneas desde un pequeño ordenador que me ha prestado mi hija.
Realmente siento un vacío inmenso.

Diario

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 26/12/2011 a las 22:09 | Comentarios {0}


Capítulo Segundo: María


Son las ocho menos veinte de la tarde. Se ha hecho la noche. Fuera sopla el viento del norte, borracho, dando bandazos por las aceras, desnudando sin pudor a los árboles de hoja caduca. María -recta la espalda, las manos apoyadas en las rodillas, las piernas juntas, mirando a La Maestra- habla.
Maria: Cuando siento el viento, me ahogo. Mi nariz husmea antes de salir, como si en su punta tuviera un sensor que me avisara de la velocidad del aire. Hoy me ha costado llegar. Sentía que llevaba faldas y se me veían las bragas. Cuando me ponía la mano por detrás para que no se levantaran, me daba cuenta de que llevaba pantalones. Entonces me tranquilazaba. Colocaba la mano en su posición lógica. Pero al poco rato estaba otra vez detrás.
No soporto las miradas en el autobús. Ni el olor a sudor de las mujeres. En los hombres lo aguanto mejor. Los hombres son sucios y pueden oler mal. Deben oler mal. Sé o puedo llegar a pensar que no hay olores buenos o malos, que todo eso son cuestiones culturales, que un buen entrenamiento podría conseguir que me agradase el olor de la mierda, como les ocurre a los perros, que no hacen más que oler mierda y nunca tienen arcadas. Por eso lo sé. Yo tengo muchas arcadas. Por las mañanas, antes de desayunar suelo tener arcadas. Sólo el aroma del café me las calma. No soporto las frutas por la mañana. Sólo de noche, justo antes de dormir, me gusta tomarme unas uvas o una pera de agua. Me duermo dulce (María sonríe con su broma. Entrelaza las manos. Relaja un poco la rectitud de su espalda. Mira un poquito a los lados. Traga saliva. Se retira un mechón de su cabello que caía por su mejilla derecha. María tendrá unos cuarenta y cinco años). No sé cuándo se inició todo esto. Me han dicho que tuvo que ser en la infancia. No sé por qué todo ha de ocurrir en la infancia. Quisiera tener una imagen clara. No sé, algún acto brutal. Me dicen que seguro que lo hay, que esas fobias, ¿por qué son fobias? También veo volar la mantequilla y siento una especial predilección por las uñas. He venido aquí porque no me encuentro bien. No, no me encuentro bien. Tampoco sé porque sé que no me encuentro bien. Quizá, me digo, porque en la mañana me siento triste y no entiendo por qué estoy respirando, por qué la respiración no es voluntaria, ni tampoco el latir del corazón o la presión arterial. Recuerdo a una mujer que tenía que estar tumbada en la cama porque su presión arterial era tan baja que si se ponía de pie, la sangre se le bajaba a las piernas y moría por falta de riego en el cerebro. Esa mujer aprendió a controlar su presión arterial y pudo al fin levantarse tres horas al día -o más-. (Se queda callada. Baja la mirada. Respira hondo. Parece tomar fuerzas. Eleva la mirada. Se mira, desde la lejanía, en el espejo). Yo no soy una buena mujer. Y tengo asco al contacto, al viento y al olor a sudor en las mujeres. Trabajo lo menos posible. Camino rápido para no tener que detenerme ante nada. Quisiera huir. No estar aquí ahora mismo. Estar callada. Quedarme callada. Sólo que la Maestra me obliga a hablar. Me dice que será bueno pra mí. Me exige para permitirme estar aquí el que diga estas cosas. Las cuales, por cierto, no sé si son ciertas. Sí, sí, puedo estar mintiendo. Puedo ser perfectamente una mujer normal que llega a su casa los días laborables, se quita la ropa de calle, se lava, se hace un café y se sienta a ver el televisor, concursos de palabras o documentales sobre la condición humana y alguna serie algo melodramática que me haga recordar y me ponga tierna. No sé por qué es anormal no desear a los hombres y que sienta repugnancia cuando me despìerto en la noche con la mano en mi sexo y me tenga que levantar y lavarme. (Se vuelve a quedar callada. Esbozan sus labios dos sonrisas muy rápidas que más parecen calambres en su boca, movimientos involuntarios de sus músculos risorios, que verdaderas sonrisas). Ya no quiero hablar más. (María se queda callada con las piernas, las manos y los brazos en su posición inicial).

Cuento

Tags : El espejo Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 19/12/2011 a las 13:29 | Comentarios {0}


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