1.- A eso de las dos de la tarde cuando el calor vuelve a arreciar, tiendo la ropa.
2.- Achaco a lo vivido en el sueño de la noche anterior, mucho de lo que siento a lo largo de las primeras horas del día. A medida que éste avanza la vigilia se va apoderando de las emociones. Diría: las emociones de las primeras horas de la vigilia están regidas por los sueños de la noche anterior (o de la hora de la jornada en la que se haya dormido).
3.- Es cierto que el entorno donde vivo invita a ello: mientras tiendo veo frente a mí las montañas de la sierra de Garganta de los Montes. Ayer además ocurrió un hecho notable: a las dos de la madrugada se fue la luz en todo el valle del Lozoya -que es el lugar donde ahora vivo- y al irse la luz apareció el cielo de la noche. Una noche sin luna. El cielo, entonces, mostró su belleza de estrellas, luceros, constelaciones, vías lácteas, cometas, galaxias y también el sonido se hizo más claro en la nocturnidad. Salí a la terraza mientras duró el apagón y recuerdo que hubo un momento en el que pensé que quizás había llegado el fin; se había iniciado un ataque y en breves instantes una bomba termonuclear estallaría y el viento radioactivo tardaría poco en quemarme vivo, en quemarnos a todos. Ese pensamiento duró un instante. Menos desde luego que el tiempo que estoy invirtiendo en escribirlo. Volvió la belleza del universo nocturno sin contaminaciones de luces artificiales o del reflejo sobre una piedra de la luz del sol. El apagón duró una media hora.
4.- Hacia las dos de la tarde colgaba la ropa y cuando lo estaba haciendo me ha venido al cuerpo, lo ha inundado todo, la sensación de que lo que estoy haciendo realmente es colgar la ropa de la playa: el bañador y la toalla. Es la hora de comer. Acabo de salir de la ducha. Me encanta el agua caliente de la ducha tras pasar toda la mañana en el mar. Es muy agradable la fatiga que traigo, las ganas que tengo de comer y siento como un regalo la brisa que corre mientras tiendo la ropa. Tengo once años. Luego me echaré una siesta. Me encantan las siestas de verano hasta las seis de la tarde. Desperezarse. Salir a la tarde con la pandilla de los amigos y los hermanos. Quizás hoy vayamos al castillo. Escalemos su montaña. Estamos en Cullera, en el litoral valenciano. Es el año 1972. Estoy hace cincuenta años.
Una vez encontré la palabra conticinio. La usé. Conticinio significa: hora de la noche en que reina el silencio.
Me quedo quieto tres días después. El calor. La sensación de torpeza. Los huesos que ya no se desperezan. Los primeros pasos. Ratean.
Resuelvo problemas matemáticos para los que no estoy dotado.
Me voy a la cama tarde. Agotado. Miro desde la puerta del dormitorio las hojas abiertas de la ventana, la que da a la terraza. La luna llena enfrente. La calle iluminada pobremente. Desconsuelo por la ausencia de vida. También por la confusión de un perro que al escuchar la respuesta del eco a sus ladridos, cree que son otros perros quienes le responden y vuelve a ladrar más alto, más fuerte, más veces y el eco, claro, le responde más alto, más fuerte, más veces, en una rueda infinita, desesperada.
En el conticinio ocurre. No debería ocurrir. Ocurre. Diría que se produce un anticonticinio. No dudo. Sólo me suda la espalda y los hombros parecen a punto de caerse por mucho que me yerga en esta era, durante el fin de la civilización occidental que se inició -según cómputo de Spengler El Apocalíptico- con las bases blandengues que estableció Rousseau para una futura sociedad mejor.
Estoy un poco mareado. Siento a veces el impulso -muy fuerte- de θἀνατος. Dejarme llevar por el ligero frío que va inundando mis miembros (como dicen que provoca la muerte por cicuta). Hasta llegar al fondo último. Probablemente ligero como algodón de azúcar.
Conticinio.
Ha escuchado el aleteo dentro de la habitación como si fuera huesos sumergidos en un líquido corrosivo.
La mañana se levanta poderosa y el aire sometido a los polvos del sur está sucio (pintado, sí, alguna vez ha establecido la misma comparación) como pintado con un difumino sucio.
Los cristales de las ventanas no están impolutos.
La voz que suena al otro lado se muestra tranquila, parece como si hubiera vivido mucho. Sin embargo no sabe que sudarán sangre y que el afán tiene algo de inútil que no acaba de despegarse del todo. Uno muere con cierta sensación de inutilidad. Piensa si será porque somos colonias de bacterias, virus y células envueltos en una membrana que forma la idea de un cuerpo. Somos ideas de cuerpos cuando somos multiversos encerrados en un compuesto que provoca casi el hermetismo absoluto.
La voz que suena al otro lado está tranquila. Lo escucha hablar y al hacerlo recuerda los años en que más se vieron, unos años de plomo, unos años que le abrieron el camino para llegar hasta aquí.
Está en un estado en el que ya no quiere saber qué pensar. Cuando se sienta en la silla incómoda, la que está en la terraza de su dormitorio y se compara con el personaje de Jeremy Irons al final de Damage de Louis Malle, cuando camina por una calle soleada de una isla del sur de Europa y lleva queso y entra en una casa bien ventilada, sin apenas muebles y abre el queso y se sirve un poco de vino y vemos que frente a él hay una foto de la Otra, de esa otra a la que se entregó para que arruinara su vida, esa Otra que podría ser una personificación de una de las tres Erinias, esa Otra que podría ser la vida, la vida herida, la Vida que nació herida, que nació detonada de la negrura del origen del mundo. Así ya no quiere saber qué se pregunta ni si tiene sentido preguntarse cualquier cosa, en este día tórrido del año 2022, en el cenit de la decadencia, con la sonrisa en lo labios y el temor a la fragilidad justo a la altura de sus hombros.
¿Será hermoso quedarse sin preguntas?
Esa voz se muestra tranquila. Aseguraría que esa voz le está diciendo en su modulación que ya nada es capaz de hacerle mal. Esa voz quisiera dejar claro como manantial que el horror al vacío, a la irresponsabilidad, a la ignorancia ya no le pertenece, ya no habita en él y que ahora es capaz de asumirlos (el vacío, la irresponsabilidad, la ignorancia) como características propias de lo humano. Cuando escucha esa voz a través del hilo -imaginario- telefónico incluso cuando se producen interferencias, fallos, cortes momentáneos del sonido, también entonces, sabe que es imposible transmitirle la sensación de impostura que carga en su mente desde hace no sabe cuánto.
¿Estar perdido es haber encontrado? Mejor hubiera sido no haberse perdido nunca. Mejor hubiera sido no haber encontrado nada.
La mosca en el cristal de la ventana
Aire de una frase.
Cuando siente que los Antiguos no querían lo Viejo.
El rictus en un retrato de Cromwell.
Justo esa veladura del sol. Justa ésa. No fue la anterior ni tampoco cuando lentamente la veladura se fue difuminando.
El resto de lo que nunca recordará.
Así se le viene.
El olor de la tierra húmeda (que tiene un sustantivo que no es tan hermoso como ese nombre unido a ese adjetivo).
La honda respiración.
El mantra sentido en su ausencia de sentido.
Vino en un instante de una serie televisiva.
O cuando hierve el huevo en la cacerola.
En los ojos del perro viene.
En el olor de la higuera viene.
En el agua por el cuerpo viene.
Al cerrar los ojos tras contemplar en la oscuridad del mundo la luz muerta de la luna.
En los violines que Haydn entristece en la sinfonía número 49.
También en Jimena Amarillo cuando rompe con la muchacha de leggins de leopardo.
Por el trasluz del aceite de oliva.
Porque es la hora de comer.
La puerta de entrada está en el dolor en el páncreas. Desde ese dolor (que se manifiesta algunas tardes cuando el pesar se aposenta en la parte izquierda del abdomen y se convierte en una finísima aguja en ese lado de las tripas) se abre el nuevo mundo en el que ya no existirá, en el que no habrá metáforas, ni paisajes que describir un día cualquiera.
Dejará de existir el color de la infinitud: el pardo verdusco.
La puerta de entrada se encuentra también en la absoluta percepción del canto de los pájaros que aúna la belleza de sus trinos con la crueldad de su aviso; ésa es una puerta de entrada natural, que apenas se puede decir, que sólo se puede escuchar.
La puerta de entrada es descubrir un camino nuevo que aparenta en todo ser un vestigio de la Edad Dorada sólo que, en el alma del caminante -ya entrado en años, la espalda aún recta pero con cierta carga en los hombros que recuerdan los pesos que hubo ya de soportar-, se cierne la alerta de que la tragedia se encuentra en la misma esquina que lo cómico. Aún así el caminante, metódico en su esperanza, se interna por el camino nuevo y decide disfrutarlo como si no hubiera vivido nada, como si no hubiera aprendido hace ya demasiado tiempo que los caminos hermosos dependen en buena medida de la vida que se esconde por ellos. La vida se esconde de la vida. Eso aprendió el caminante por los caminos.
Quizá sea llegado el tiempo de permitir que la fina aguja que es el dolor del páncreas de sus tripas, le abra en canal y desgarre del todo sus órganos vitales y permita que por la boca salga todo el vómito germinal y que en su propio principio encuentre su final. Porque los caminos son hermosos. Porque ayer descubrió que el árbol enorme era un abedul y que en algún tramo de un riachuelo que serpentea entre un bosque de robles, hay una poza que cubre por entero a un perro.
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Ensayo poético
Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 29/07/2022 a las 17:34 | {0}