El último sol cayó sobre la copa del olmo y la copa del olmo pareció un mar esmeralda, vertical, eso sí, y como cascada.
El aire olió a higuera y ese perfume que evoca el amarse y la frescura, trajo consigo la figura sedente del príncipe Sidharta justo antes de renacerse en Budha. Hubo en un rincón una sombra que luchaba por ser luz.
Al subir la cuesta, el perfil del último sol, en encarnizada batalla carnal con la cima de la montaña, expandía con entusiasmo y rubor unos rayos en todo semejantes al abrazo del hombre a la mujer y la cima de la montaña, robusta, ctónica, parecía rugir, en gemidos, el placer de ese abrazo en su cuerpo y gritar, en ráfagas de viento, la victoria de su cuerpo engullendo la luz.
Al bajar la cuesta una anciana aspiró su cansancio y se quedó quieta, con los ojos cerrados y las manos trémulas. No quiso abandonarse. Y no lo hizo. Resuelta se cruzó con un chico y le sonrió de veras.
Luego fue el camino por la alameda, toda sombra ya y sin embargo aún inquieta por el flujo de los vientos (¿Céfiro y Aliso?) que jugaban a encontrarse en revueltas y entradas de garajes. La suave orografía de los montes a lo lejos describió todavía que era el día y entonces, al principio superficial, como veladura blanca en el azul, surgió la luna, misteriosa y redonda, cercana en su forma a la areola, lejana en su fondo a los hombres.
Todo era maravilla: los montes mostraron radiantes sus últimos tonos; las casas sonrieron sagaces a sus habitantes; la tierra calmó la ardiente tendencia al fuego de la piedra; y los pájaros, los pájaros salieron de caza en bandadas con trinos.
Era septiembre.
El aire olió a higuera y ese perfume que evoca el amarse y la frescura, trajo consigo la figura sedente del príncipe Sidharta justo antes de renacerse en Budha. Hubo en un rincón una sombra que luchaba por ser luz.
Al subir la cuesta, el perfil del último sol, en encarnizada batalla carnal con la cima de la montaña, expandía con entusiasmo y rubor unos rayos en todo semejantes al abrazo del hombre a la mujer y la cima de la montaña, robusta, ctónica, parecía rugir, en gemidos, el placer de ese abrazo en su cuerpo y gritar, en ráfagas de viento, la victoria de su cuerpo engullendo la luz.
Al bajar la cuesta una anciana aspiró su cansancio y se quedó quieta, con los ojos cerrados y las manos trémulas. No quiso abandonarse. Y no lo hizo. Resuelta se cruzó con un chico y le sonrió de veras.
Luego fue el camino por la alameda, toda sombra ya y sin embargo aún inquieta por el flujo de los vientos (¿Céfiro y Aliso?) que jugaban a encontrarse en revueltas y entradas de garajes. La suave orografía de los montes a lo lejos describió todavía que era el día y entonces, al principio superficial, como veladura blanca en el azul, surgió la luna, misteriosa y redonda, cercana en su forma a la areola, lejana en su fondo a los hombres.
Todo era maravilla: los montes mostraron radiantes sus últimos tonos; las casas sonrieron sagaces a sus habitantes; la tierra calmó la ardiente tendencia al fuego de la piedra; y los pájaros, los pájaros salieron de caza en bandadas con trinos.
Era septiembre.
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Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 18/09/2013 a las 10:47 | {0}