Sólo a veces el tiempo parece avanzar. No sé si es cuando cerramos los ojos o si ocurre cuando esperamos, agazapados en la trinchera, la llegada de los enemigos. Mientras eso no ocurre el tiempo se detiene en las venas y la sangre deja de fluir. El mundo no nos ve. El mundo se quedó ciego de nosotros.
Frente a mí se extiende una neblina gris que parece inmensa. No tiene la apariencia de un muro más bien la de un velo algo pesado por la humedad. Bien sé que quisiera abrazarme. Bien sé que el otro también lo quiere. Nadie osaría hacerlo. Desde niños nos enseñaron a separarnos. La piel es una frontera que está prohibida tocar. Sólo estamos cerca, en esta trinchera infinita, envueltos en los velos pesados de una niebla gris y fría como el sudario que un día a todos nos cubrirá.
La muerte no es el mal. El mal es no acabar de morir. El mal es estar muriéndose mientras lejos nos dicen las noticias que hay unos cielos azules y unos verdes valles y unos mares hondos como la desdicha y unas montañas altas como la tristeza que destilan el batallón que agoniza en esta trinchera sin luz.
¿Somos el infierno? ¿Estamos en el infierno? ¿Cuál fue nuestro delito? ¿Quiénes son este nosotros que escribe? ¿Quiénes son nuestros dueños? ¿Por qué cae la noche tan rápido? ¿Por qué el frío nos abraza? El cielo negro resplandecerá. Quizás escuchemos, atenuadas por la condensación, detonaciones a las que seguirán lamentos. Luego se hará el silencio y algunos, por fin, habremos muerto.