Un mundo Ángeles Santos. 1929
Si dijeras espina. Esa palabra que saliera de tu boca. A medianoche. Desde la lejanía. Esa palabra: espina. Se hiciera luego el silencio y respiraras. La palabra. La respiración.
Él la escucharía. En su oído resonaría la palabra espina. Su latir se aceleraría. Probable que se produjera una subida de la tensión arterial. Se quedaría callado. Respiraría con la ansiedad que tiene desde hace años, en algunos momentos de algunos días. Cuando sabe que esa palabra: espina, no significa en sí misma nada.
Callada. Al otro lado. No sabrías si estuvieras muy cerca por qué estabas tan cerca o si muy lejos por qué tan lejos. Por qué desde tan lejos habías llamado para decir espina y quedarte callada, sabiendo, como sabes, que con toda probabilidad tu respiración se escucha al otro del teléfono y él que la escucha no va a colgar, no lo hará.
Ese es el tiempo que le ha tocado vivir. En un mundo donde los niños palestinos comen arena y alguien dejó una cría de gato en una caja en la basura y él, esa misma tarde, la escuchó maullar. Llegó hasta ella. Vio que aún estaba viva. No supo si recogerla. Pensó entonces que qué iba a hacer él con una cría de gato. No quería un gato. No quería cuidar ni una sola noche a un gato. Pensó si la naturaleza era la encargada de resolver ese tipo de cosas. ¿Duele mucho morir de hambre?
Tú a lo mejor dirías una vez más la palabra espina.
Escribo espina como podría escribir cualquier otra palabra. Quizá imagino espina porque la relaciono con el gato que ha encontrado él y relaciono ambos hechos ahora. La primera vez que escribí espina no había llegado el gato. No sabía como iba a seguir este cuento. Ni tan siquiera había imaginado que el narrador se iba a hacer presente en estas cursivas.
Al cabo de un rato colgarías. Sentirías la inutilidad del gesto.
El escucharía el corte de la comunicación. Colgaría a su vez. Se quedaría mirando la pantalla del teléfono. Le vendría la imagen de la cría de gato, arrebujada en una caja de cartón, una caja húmeda tras la tormenta que acababa de caer. Miraría la pantalla y se le encogería el ánimo y se sentiría despiadado y tendría el impulso de ir a la basura con una linterna y ver si la cría seguía allí, aún viva y la tomaría y la llevaría a su casa y le daría un poco de leche y la colocaría en un lugar caliente y a la mañana siguiente la llevaría a un centro de protección de animales.
Tú también te quedarías un rato mirando la pantalla y te meterías de un solo trago el vino que te quedaba en la copa. Era hora de irse a dormir. No era hora de arreglar nada.