La solución 23 Elogio de la amargura

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/07/2011 a las 18:27

Alegato de Milos Amós versus Isaac Alexander


Quinta y sexta horas del primer día de descanso semanal
Escribe Isaac Alexander en la web Inventario de Fernando Loygorri: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? ¿No tuvo bastante con la montaña? ¿Qué espera encontrar con esa actitud tan solipsista?
He leído algunos de los artículos del micer Alexander y he de decir que sus humoradas me han parecido, en general, ridículas y desmembradas. El humor como la amargura han de ser sentidos. La impostura en el humor lo convierte en ridículo así como la impostura en la amargura la convierte en patética.
Me pregunta (o se pregunta) micer Alexander: ¿Por qué Milos Amós es tan jodidamente amargo? Y quiero responderle porque me encuentro en mis días de descanso y no tengo en mi pelo los olores de La Hamburguesa Feliz y apenas quedan restos de las conversaciones que he tenido que sufrir:
- Buenas tardes, ¿qué desea?
- Una hamburguesa de cuarto de libra con doble de queso y mucho ketchup y mucha mostaza.
- ¿Y de beber?
- Un Coca-Cola Zero. Pero que sea Zero, ¿eh?
- Muy bien.
- Y patatas fritas pequeñas.
- Pequeñas.
- No, mejor grandes.
- Grandes...
- No, no, pequeñas, pequeñas...
- ¿Seguro?
- ¡Venga que sean grandes y no se hable más!

Conversaciones así. Una hora y otra hora.
Las medicinas son amargas y nos alivian de la enfermedad. Es amarga la cerveza. Las largas esperas son amargas. Y la vida suele serlo en largos trechos. A veces puede ser la vida enteramente amarga. La amargura nos previene del veneno. La amargura nos cobija en su dolor pequeño. Nos mantiene alerta.
Escuche la historia de la mujer que conocí, recién descendido de la montaña, en un albergue. Se encontraba sentada en un rincón, a salvo de la luz; estaba envuelta en un viejo capote militar y miraba con fijeza el pote que humeaba. Fuera por empatía o por puritita necesidad, la mujer me pidió que la escuchara y habló:
- Hace muchos años yo tenía una casa, un hombre y una hija. Y estaba insatisfecha con mi vida. Empecé a buscar remedios contra mi tedio que es la peor de las enfermedades del alma. Y así di con un maestro tibetano. ¿Importa el nombre? Este hombre me fascinó por su serenidad y por su silencio. Y empecé a seguirle. Allí donde impartiera sus enseñanzas aunque fuera muy lejos de mi aldea, yo iba y así desantendía mi casa, a mi hombre y a mi hija. El Maestro nunca me había dirigido la palabra; nunca me había hecho un gesto de aproximación; nunca había pronunciado, mirándome, la palabra Namashté. Hasta que una tarde me dijo, sin llamarme por mi nombre, sin una frase de saludo: Deja tu casa. Abandona a tu hombre. Vete con tu hija. Y sígueme. Así lo hice. Dejé mi casa y me llevé más de lo que era mío. Dejé a mi hombre el cual se sumió en una profunda melancolía. Y me fui con mi hija, la cual lloró noches y noches. Seguimos al Maestro y el Maestro mantuvo la misma actitud de ignorancia respecto de mí y de mi hija. Hasta que un día, de la misma forma repentina, sin acercamiento o saludo previo, me dijo: Entréganos a tu hija. Yo le respondí: ¿Así conoceré la recta vía?. Él no hizo gesto ninguno, ni palabra salió de su boca. Yo le entregué a mi hija. Desde entonces no les he vuelto a ver y vago sola por el mundo. ¿Es esta la recta vía? ¿Así la estoy aprendiendo?
- No -le dije- lo que estás aprendiendo es la amargura que es el remedio más fuerte contra el tedio.
Seguiré leyéndole, micer Alexander. Le rogaría que no emitiera juicios de valor. Nunca se sabe si el amargor de un fruto nos salvará del hambre. O si la amargura de un hombre, redime de la tristeza de otros. Nunca se sabe del todo. Nunca se puede predecir si el momento es una cosa u otra. Hay que estar. Sin adjetivos.
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