La perseverance. Fotografía de Gilbert Garcin
Ardía como la escarcha. Me dejaba mudo como quien suspira y descubre que se encuentra debajo del agua. No maldecía. No injuriaba. Dejaba que el aliento de la muerta me rozara por la espalda. Inquieto desperdiciaba una honda bocanada y me quedaba quieto, a la espera de que el maremoto me tumbara, me arrastrara junto con los cables de luces y teléfonos por una calle estrecha que moría en la mar. Recuerdo que mientras era arrastrado escuchaba la voz de Sara Vaughan desde un inmenso altavoz colocado por las autoridades en lo alto del campanile y aquella voz y aquel swing me protegían del terror que sentía al verme llevado aguas bravas abajo sin control ninguno por mi parte. Creo que en algún momento, antes de ser sumergido, grité algo así como, ¿No es esto estar vivo? y un coro de ángeles me respondió, Sí, sí, sí y tocaron, cuales niños por las calles nevadas de una apacible tarde de navidad, sus panderetas y sus zambombas. Morir era un regalo, el precio a pagar había sido vivir.