El mar en los oídos y el tiempo adensándose como masa en el agujero negro

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2015 a las 18:30

Al derramarse y volver a su contenido creyó haber descubierto el equilibrio. La mañana se había ido construyendo a través de palabras de sabios; uno argüía que el erotismo nace de la conciencia de la muerte; otro que el dharma no tenía por qué estar en oposición con el moksa; más allá se encontraba el She King y su poesía extraña y autoritaria (se preguntaba entonces si era posible, realmente, algún tipo de poesía autoritaria, si esos dos conceptos no encerraban un oximoron); así se había ido construyendo por mucho que en su alma cundiese una respiración entrecortada al hilo de un influjo negativo del devenir; cada vez más el presente -se decía- era el lugar dichoso, el puro instante; un instante del cuerpo desnudo de una mujer al que hubiera querido abocetar de inmediato; ese instante -se decía- es el mundo, todo el mundo, la totalidad del mundo; sólo el presente, se decía de nuevo, mientras dejaba que las volutas del humo se elevaran y tras ellas se dejara llevar hasta el día en el que los primeros hombres, venidos de la lejana África, atravesaron el estrecho de Bering y comenzaron la conquista del continente americano o -disueltas ya las volutas- recordara haciéndolo presente su presencia en lo alto de la Roca Blanca. No más allá podía ir. No más allá sabía ir. Hasta donde sabía era un hombre solitario. Hasta donde sabía no podía saber con absoluta certeza sin la elección había sido suya. Tan sólo miraba sus manos y escuchaba las olas del océano Pacífico mientras decidía si un té verde sería el acompañamiento idóneo para esa hora de la mañana. Porque estaba el fondo del Universo. Porque estaba la condensación del tiempo cuando éste se acerca a un agujero negro y estaban las olas del Pacífico entrando en sus oídos. Porque estaba una historia de un devoto hipócrita y aquella otra de un moro celoso a las que tenía que hacer caso y aún más a las que debía de dar luz. Nada era inútil, se decía, y sonreía con el término inútil y sabía que su vaguedad le hacía mejor aunque el término mejor le obligase a una comparación con vaya usted a saber quién. No tenía frío. Ya no tenía frío. En ese presente que una vez escrito ya había pasado, se encontraba una carretera muy oscura, el meandro de un río, las aguas turbias de un pantano, un anochecer rojísimo, las notas de un cigarro sonando en las teclas del piano y una voz dulce y rota como piel de durazno; allí estaban, adensándose, todos esos instantes que seguro había vivido; allí estaban cálidos, dejándose ser con los ojos cerrados y la mente deambulando por su propio ser. No quería morir y no sabía si quería un té. No quería irse aún por las olas, por la voz, por ahora, sobre todo por ahora, no, no quería dejar de oler, él que había cogido la tierra entre sus dedos, la tierra húmeda, y la había olido y la tierra mojada, el olor de la tierra mojada, le había provocado un llanto de niño, un llanto de cosa buena que se prueba por primera vez.
Estaba de espaldas al mundo y frente a él su historia, sus dedos, su memoria, sus agujeros negros -densidades brutales que acaparan gravemente la luz-, sus anhelos de diletante, sus placeres de libertino, sus caricias de siempre, sus nostalgias, su imperfección bendita y su antipatía por las formas perfectas, por las Ideas, por la contemplación interesada, por la verdad como arma. Estaba de espaldas al mundo. Luchando. Aún. Respirando entrecortado. Con un temor sagrado al mañana y al ayer y sin embargo profanamente viviendo el instante, el segundo, el minuto, masticándolo con gusto, saboreando su tránsito.
Se haría un té.
Narrativa | Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 22/03/2015 a las 18:30 | {2}