Capítulo 30º Las posesiones y dos compresas

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 30/08/2014 a las 21:59

Trigésimo día


Mi compañero me ha dicho esta mañana, Tienes mala cara. Sólo le contesto que he dormido mal. Mi compañero me dice, Ya no queda nada. Nada, le respondo y siento al decirlo una mezcla de alivio y desasosiego. Salgo del palacio para mis nueve horas fuera y decido no hacer nada. Sólo quiero llegar a casa, abrir las ventanas, tomarme un café de cafetera -en el palacio sólo hay café de ése que anuncia Georges Clooney-, regar mis plantas, mirar el patio, oler el aire de mi barrio, ver las caras conocidas y leer un rato y hacerme la comida, cosas cotidianas que quizá no vuelvan. A media mañana veo a una vecina que se encuentra a punto de parir. Le pregunto cuánto le queda. Me dice que diez días y que se muda de casa. Está con su otro hijo sentada en el poyete que rodea el patio mientras su marido con un colega van llenando la camioneta. Pasa la mañana. La mujer sigue ahí. Algunos vecinos le echan en cara que mantenga abierta la puerta del garaje y uno de ellos le exige que le diga dónde vive por si se estropea la puerta hacer que lo pague; una vieja le grita, ¡Eso, eso que lo pague! ¡Hábrase visto los inmigrantes estos! ¡No respetan nada! Cuando se ha ido le digo que no se preocupe, que cierre la puerta del garaje y que cuando necesite abrir me avise y yo la abro con el mando. La mujer me lo agradece. Siento ganas de estar en el palacio a salvo de gente tan repugnante. Hay mucha, mucha gente repugnante. Avanza la mañana. No puedo evitar vigilar a la mujer embarazada y por fin me decido y le digo que esté en mi casa mientras vuelve su marido, que tiene que estar incómoda tras tantas horas sentada en la piedra y en su estado. Acepta subir. Sobre todo necesita ir al baño. A su hijo, que no tendrá más de cuatro años, le fascinan unas piezas de ajedrez.
Quería venir y ahora quiero volver. Así es que cuando ha llegado la hora de volver al trabajo estaba triste y sentía cuánto pesa poseer. He llegado. He nadado y de repente hoy, de nuevo, han vuelto a caer compresas durante mi nado. No una, dos. Las he dejado en el bordillo. Me he desentendido. Tras nadar he leído la lista de posesiones de mi madre que me ha enviado una vecina suya. No iré a Tirana a por ellas. No volveré a Tirana. Todo me parece esta noche una locura y me da un poco de asco y quisiera estar aquí siempre, preso en el jardín y no volver a ese mundo inclemente y frágil donde las viejas amenazan a mujeres a punto de parir y un adulto de mierda la amenaza con cobrarle una posible rotura. Aquí, como mucho, caen compresas y además están limpias y no hacen daño y tiene la anécdota un algo de seducción o de vuelo de la imaginación de un hombre solo, en una casa sola, rodeado por todas partes de naturalezas muertas.
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