Azotes
La recta final era larga. Lo sabía aunque los ojos anduvieran cansados y ya no midiera bien las distancias. Quizá morir era dejar de medir bien. El sol caía a plomo por mucho que el aire estuviera envuelto en una capa gris y el mundo se asemejara a un desierto. Se pasó la mano por la boca varias veces. Elevó una plegaria a una diosa que le debía algún favor. Sabía que las diosas son orgullosas. Sabía que no le devolvería el favor. Porque a los dioses -pensó- se les favorece. Porque los dioses -pensó- están hechos a la medida del humano. Por eso -concluyó- no podemos imaginar el concepto diosa. Se arrodilló. Besó la tierra que le vio nacer. Sintió en sus labios la quemazón de un suelo que más parecía ascua de hoguera que lugar donde pisar. También la rodilla le ardió. Elevó la mirada hacia el disco solar que, aún cubierto por la calima gris del fin del mundo, apenas se podía mirar de tanto como brillaba. ¡Oh, cuánta majestad despedía aquel disco ardiente! Con un esfuerzo carente de todo sentido volvió a ponerse en pie y elevando los brazos hacia él musitó una vieja plegaria que a nadie había servido excepto para creer que se había hecho todo lo posible. Calló. Bajó los brazos. Se dijo algo que olvidó de inmediato y en el silencio de aquel espacio se encaminó de nuevo por la recta, la que tan larga era, hacia su propio fin.