Soflama
Cuando se inició el mes pensé en escribir cada día una entrada de esta Rapsodia en noviembre (si clicas sobre el nombre en verde te llevará a la serie completa). La vida, como tantas veces, había decidido que esa idea no se iba a llevar a cabo. Varias circunstancias se conjuraron para que se fuera al traste. No elevo queja; la vida tiene razones que la razón de un hombre no entiende. Así, entre tristeza y encuentros, he pasado por este mes que me vio nacer y cuando por fin he podido volver a mi hogar he querido desahogarme con una soflama. Tampoco la escritura ha estado de mi lado y me ha llevado por esta deriva donde la saudade se ha hecho fuerte en mi corazón y le ha arrebatado el deseo de gritar con el puño en alto contra los desmanes del poder y sus adláteres. Llevo dos días en los que camino tranquilo por mi mundo; he vuelto a pasear por donde paseábamos Nilo y yo y en cada recodo he esperado encontrarlo vivo y coleando y en las rectas del camino le he lanzado -como siempre hacía- las pelotas de tenis que le regalaba su otra tutora, Liana, a quien tanto agradezco. La rabia se fue por el sumidero del amor, escribiría si todavía me quedara una miajita de cursilería en la argumentación.
Hay otras dos razones para no exaltarme -política y socialmente hablando-, la primera es que estoy helado. ¡Queridos lectores míos, hace en estas alturas un frío del carajo! Desde hace un par de días ando cubriéndome el cuerpo con todo lo que encuentro, me tomo ardiendo las infusiones, cocino pucheros que atemperen el cuerpo, me estiro, me encojo, camino, salto un poco, hago actividades físicas sin ton ni son y me desespero cuando esta tarde creía haber encendido el radiador de mi gabinete y resulta, maldita memoria que nunca recuerda cuál es la posición de encendido y apagado del radiador, que no, no lo había encendido y así estoy ahora, escribiendo con las manos heladas y los pies que me duelen como si me encontrara en lo alto de un monte al abrigo de una ventisca y con las suelas de las botas rotas; la segunda razón es que hay días en los que el destino de mi especie me importa una mierda es más, hasta deseo que acabemos de una vez y para siempre de habitar este planeta el cual, supongo, estaría mucho más tranquilo sin nosotros. Porque a vista de pájaro la especie me parece una auténtica basura, puro oropel, brillo falso y al observarla desde allí, al perder el detalle de un ser humano, todos y cada uno de nosotros parecemos, sobre todo, contingentes (por decirlo de manera fina).
Ahora, eso sí, el título lo dejo, hasta ahí podíamos llegar...