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document.write(' Cualquier motivo (hubo una vez en que discurrí en base al discurso de otro si es motivo o causa o no sé cuál otra palabra).
Un ave cuyo nombre desconozco me trae al recuerdo las manos de mi madre y cómo las movía, separando los dedos, cuando reía; ese ave, las manos de mi madre y su risa me entristecen este decimotercer día. No ha sido que haya lavado el coche aunque quizá en el hecho mismo de lavarlo, de dejarlo lustroso, se haya iniciado este motivo; lustroso es adjetivo en la boca de mi madre; lo usaba para las cuestiones más peregrinas; decía, por ejemplo, lo lustroso que quedaría el sábado si fuéramos a la iglesia episcopaliana o también, referido a una persona, solía decir, tiene una mirada lustrosa. Por eso, al terminar de limpiar el coche y verlo lustroso, se ha iniciado el camino que me ha llevado a esta melancolía que ahora escribo desde los sótanos del palacio.
Mi madre no era feliz, ni era especialmente inteligente, ni tenía un gran sentido del humor; mi madre era tenaz y una cocinera eficiente y borrachina; más que eficiente era una buena cocinera; con cualquier cosa te hacía un plato apetitoso, sólo necesitaba tener una buena botella de vino tinto al lado; entonces se ponía a canturrear, mediaba el vaso de vino y mientras picaba lo que fuera, lo ponía al fuego, lo rehogaba, iba dando sorbitos al vino con sus labios finos y a medida que el alcohol le llegaba a la sangre se iba ruborizando y esos colores sanotes en las mejillas de mi madre cuando cocinaba es una de las imágenes pictóricas que más echo de menos en este museo modernista que tanto amo y que con tanto mimo cuido; también reconozco que algo de razón tenía cuando me dijo que yo la deseaba, que todos los hijos desean a sus madres; porque recuerdo con una nitidez como no tengo con ninguna otra mujer a mi madre en bragas y sostén y cómo me llamaba la atención la negrura de su pubis y la voluptuosidad de su pecho; recuerdo que un día, una de las tantas veces que la vi en ropa interior, me sonrió con su boca chica y su sonrisa doliente y me dijo, Te va a doler si me miras tanto. Anda, vete a jugar. Ahora sé por qué se ponía tan guapa y usaba esa ropa interior tan sugerente y que tan poco tenía que ver con su aspecto exterior, siempre sobrio, de faldas plisadas por debajo de las rodillas. Mi madre era como las casas de los judíos: humildes por fuera, fastuosas por dentro.
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'); document.write(' Narrativa'); document.write('
'); document.write(' Tags : '); document.write(' Colección '); document.write(' Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 13/08/2014 a las 23:27'); document.write(' | '); document.write(' '); document.write('