El marqués de Altomonte apareció muerto una mañana de junio, el día de su santo, que era viernes. Cuando llegó el mayoral de su finca lo encontró espatarrado en su butaca de grandes orejeras, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, vestido de cintura para arriba, con el miembro lánguido y -justo ante la salida de su conducto urinario- una costrita de semen. El último gesto del marqués de Altomonte no se podía ver: le faltaba la cabeza. El mayoral, en su declaración posterior, dejó constancia de que no sabe muy bien por qué sintió que las miradas de todos los animales disecados -cabezas de tigre, de león, de toro, de ciervo, de jabalí, de gamo, de gacela, de puma y de jaguar- que adornaban los cuatro muros del salón, miraban hacia el lugar donde yacía, muerto, quien había sido su cazador.
Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.
El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.
Al pueblo más cercano voló la noticia como las tormentas de verano se acercan al son de los truenos. Acudió la Guardia Civil. Hicieron los protocolos de rigor y no descubrieron nada que les permitiera iniciar una investigación con visos de resolver el caso . Durante meses los investigadores siguieron pistas y pistas de pistas y nada. El marqués de Altomonte era un personaje público, uno de los más ricos hacendados de Extremadura y Andalucía, dueño de varios cotos de caza, famoso por sus cacerías en el mundo entero. La prensa, los medios de comunicación se lanzaron a este crimen como asalariados en paro a los que se les aireara un contrato de trabajo y así se supo que en los últimos años el marqués se había retirado a la finca donde fue hallado muerto y sin cabeza, que apenas recibía a nadie, que tan sólo el mayoral y una mujer del pueblo iban una vez por semana para mantener lo mínimo en orden. Y hasta ahí se llegaba. En ese relato de retiro y soledad se detenía cualquier intento de ir más allá. Ni policía ni periodistas ni curiosos ni novelistas ni guionistas lograron traspasar el muro de su soledad y así, pasados dos años, el caso fue muriendo y quedó arrumbado como tantos crímenes que quedaron sin explicación. Y así habría sido si no hubiera ocurrido lo inesperado.
El 8 de noviembre, dos años y unos meses después del suceso contado, se encontró la cabeza del marqués Antonio Altomonte colgada en la pared de una casa del barrio de Chamberí en la ciudad de Madrid. A su alrededor había un marco como los que tenían las cabezas de animales disecadas en el salón del marqués. Bajo la cabeza yacía semidesnuda una mujer cuyas areolas doradas causaron general admiración.
Nuevo comentario:
Ventanas
Seriales
Archivo 2009
Escritos de Isaac Alexander
¿De Isaac Alexander?
Meditación sobre las formas de interpretar
Libro de las soledades
Fantasmagorías
Colección
Apuntes
Archivo 2008
Cuentecillos
La Solución
Aforismos
Haiku
Recuerdos
Reflexiones que Olmo Z. le escribe a su mujer en plena crisis
Olmo Dos Mil Veintidós
Sobre las creencias
El mes de noviembre
Jardines en el bolsillo
Listas
Saturnales
Agosto 2013
Citas del mes de mayo
Marea
Mosquita muerta
Reflexiones
Sincerada
No fabularé
El viaje
Sobre la verdad
El Brillante
Sinonimias
Reflexiones para antes de morir
Desenlace
El espejo
Perdido en la mudanza (lost in translation?)
La mujer de las areolas doradas
Derivas
Velocidad de escape
Carta a una desconocida
Asturias
Sobre la música
Biopolítica
La Clerc
Las manos
Tasador de bibliotecas
Ensayo sobre La Conspiración
Ciclos
Las putas de Storyville
Diarios de la Garganta
Archives
Últimas Entradas
Enlaces
© 2008, 2009, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015, 2016, 2017, 2018, 2019, 2020, 2021, 2022, 2023 y 2024 de Fernando García-Loygorri, salvo las citas, que son propiedad de sus autores
Cuento
Tags : La mujer de las areolas doradas Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 10/06/2009 a las 20:34 | {0}