Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
A veces tiene la espada en la mano (sabe que tiene que corregir, que lo primero que se escribe es lo menos válido sólo que no sabe si lo sabe y tan sólo acepta lo que tantos han dicho; una cuestión en todo caso de esfuerzo, de concentración porque no puede evitar que la frescura de la primera escritura se pierda en el momento mismo en que se altera una coma y a la frescura no le da más valor que el propio de su significado y no sabe si es más valioso lo más perfecto que lo más fresco) y siente el temor de los domingos por la tarde cuando todo se encamina hacia una película comercial en la noche y un vaso de vino; a veces siente el frío de saber el frío y no porque mire las montañas nevadas (que son su horizonte) sino por la constancia de esta tierra que se abona de los muertos y claro que podría derivar en palabras como humus o limo u otras más bellas aunque pocas palabras tan bellas como limo; ahí está esta tierra donde unos aman a Montaigne y otros lo critican duramente como Pascal por ser tan lenguaraz y, en el fondo, tan pagado de sí mismo. Y sabe que Pascal tiene razón y sin embargo no puede dejar de admirar a Montaigne y no tanto por lo mucho que habla de sí sino por por la falta de vanidad con que lo hace (sí y pagado de sí mismo). Tiene en la memoria lo que decía la madre de Forrest Gump, Estúpido es el que hace estupideces. Y también esa escena en la que Forrest empieza a correr animado por Jenny, Run, Forrest, run! y a medida que corre los aparatos que tenía en las piernas se rompen en mil pedazos. A veces todo eso ocurre al mismo tiempo mientras camina por una calle muy larga y al final hay una rotonda y sopla el viento de febrero y hay una división en el cielo entre lo despejado y una gran muralla de nubes grises que se acerca y está saltando ya por encima de la cordillera y pasa un coche con la música muy alta y surgen de la primera luz de la mañana dos ciclistas que remontan la cuesta y tiene su pedaleo algo alegre, algo renovador y se agita su corazón y los pasos calman su mente, lo que se agita en su mente y quisiera correr como Forrest, quitarse sus aparatos, los que le impiden moverse con levedad en un mundo con tal cúmulo de gravedad y escupir algo, quizás escupir a la cara de un blanco que acaba de moler a palos a un negro en una cantera del corazón de África y también no sucumbir al odio de la mirada de los negros por ser blanco o algo así, piensa, cuando cree tener una espada en la mano, a la grupa de un caballo, a punto de iniciarse una vieja y nueva batalla. Abre la cerradura, se encamina hacia su casa con la cabeza llena de ideas y pesares, con el frío del que hablaba hace un rato, esa pesadumbre de ser consciente de ser finito y contingente aunque esas dos palabras le suenen a tufo jesuítico, alcanfor de cristianismo y se imagina abriendo el libro de los mitos (ahora pasa lentamente las paginas del libro y recuerda que una de las formas de nominar libro en árabe es Jardín en el bolsillo y también recuerda mientras observa a Vishnu dormido que ha olvidado no caerse una vez más, que ha de aferrarse a estas inspiraciones y estas expiraciones, que a la vuelta espera la eternidad y debe atrapar este tiempo tan escurridizo, este tiempo que no es espacio sino ámbito por el que transitar, porque es consciente de que en la eternidad no se transita, en la eternidad se está y quiere sorber este aire, uno de sus últimos aires -y no porque ya la edad, no, no porque ya la edad, ¿quién nos dijo nunca que el primer aire del recién nacido no fuera a ser el último?- con el ritmo de quien admira y se aquieta ante la puesta de sol o aquél que desesperado ataja su drama componiendo una canción, perfilando una mancha o generando la forma en la piedra) y pasando a lo largo de una noche que será larga su vista sobre las formas de la imaginación del hombre y añade el sonido de la respiración de ese otro cuerpo que ama y que ahora duerme en la cama, con la luz apagada y arropada con un edredón del norte y la seguridad del perro a sus pies. Y porque todas esas sensaciones se desvanecen y crecen y se intercambian y fluyen y se diluyen y se encrespan y se atascan y se queman y se enfrían y juegan y duermen y saltan y huyen y vuelven y mandan y ahuyentan y pierden y saltan y se elevan y cantan y se animan y se confuden y se alimentan y se sostienen y se encadenan y se añoran y se buscan y se enlazan y se hurtan y enloquecen y se turban y se ríen y se abrazan y se encaminan y descansan y retoman y se abarcan, él tropieza justo en la puerta de su casa y da con la cabeza en el suelo y se la raspa y se sienta y sonríe y agradece a la suerte no haberse hecho más que un poco de sangre, lo que se llamó siempre un simple rasguño. Y se levanta y se emociona y sube hasta su casa y abre la puerta y se limpia la herida y observa el milagro de su sangre y la exactitud y prodigalidad de las plaquetas.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 16/02/2015 a las 23:56 | Comentarios {2}



Comentarios

1.Publicado por anail el 17/02/2015 19:39
En vulgar: escogorciarse de toda la vida
Me gusta como lo has contado

Un abrazo

2.Publicado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 17/02/2015 21:30
¡Qué gran palabra escogorcio! y qué atenta tú, ¡Oh, Anail! que has descubierto en la maraña de estas idas y venidas la esencia del vivir que no es sino escogorciarse una vez y otra.
Un abrazo para ti.

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