Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri
A veces veo un toro y me entra miedo. El toro está tranquilo. En realidad el toro está pastando. Juraría que no me haría nada si pasara por su lado. Sólo que es tan grande. Tiene unos pitones tan afilados. Y luego la mirada de los toros que es como la mirada de las vacas, una mirada que parece no decir nada. Una mirada que incluso si tuviera la intención de embestir no podrías descifrarlo en sus ojos. La mirada bovina es una mirada terriblemente vacía.
El toro está en la gran pradera que atravieso todos los días. Posiblemente, pienso, habrá atravesado el muro de piedra que separa la dehesa del camino en un lugar en el que está derruido y el toro no habrá tenido más que encaramarse un poco y saltar hacia las hierbas frescas, de primavera, picoteadas desde hace unos días con unas florecillas silvestres y amarillas. El toro pasta. ¡Qué grande es un toro! Al principio me acerco para saber si es toro o vaca. Cuando veo que es toro y que el toro me ha olido y se ha girado para ubicarme bien, se me hiela la sangre porque está relativamente cerca, me lo he encontrado de sopetón, no más de treinta metros y sé que si el toro se arranca me cogerá, me volteará, me empitonará. Miro enrededor. Busco una salida. Pienso estrategias. Hacerme el don Tancredo que es una suerte que se hacía antiguamente en las plazas y que consistía en que a un hombre se le ponía en un pedestal y soltaban a un toro. El toro tiene muy mala vista y normalmente si no te mueves el toro no embestirá pero hay que tenerlos muy buen puestos para que se te acerque un animal de 600 kilos y tú permanezcas inmóvil.
Lentamente me he ido alejando. Llovía una lluvia fina. No sé por qué he establecido una relación entre el toro visto de improviso en una pradera y el dolor del desamor como si el desamor fuera un pitón que se hunde lentamente en el corazón y en la vejiga y desgarra por dentro algo que no es sólo carne, nervios y hueso sino también presente y ausencia y olor. (Mi perro no ha sido consciente del peligro que ha corrido. Él se ha acercado mucho más. Le he llamado. Le he gritado. Le he rogado que volviera. Cuando el toro se ha encaminado hacia él y por lo tanto hacia mí, he decidido dejarlo a su suerte -también sé que Nilo es más ágil, corre más, seguro que habría huido-). En ese dejarlo a su suerte y en ese huir yo, es donde he establecido la relación entre el toro y el desamor y me he dicho que cómo era posible que alguna vez al encontrarme un desamor tan hondo como el más temible toro he tenido la osadía de no salir huyendo sino que me he encaminado hacia él, sin capote y sin montera, en mitad de una pradera en primavera con la mirada bien alta y mirando al desamor a los ojos hasta descubrir que la mirada del desamor está vacía como la mirada del toro. La mirada del desamor está ciega y no avisa si va a embestir.
La lluvia me ha hecho olvidar. Me gusta la lluvia en el bosque. Me gusta el olor a humedad del bosque. Me gusta el toro en el recuerdo.

Miscelánea

Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 12/04/2016 a las 01:16 | Comentarios {0}



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