Inventario

Revista literaria y artística escrita y dirigida por Fernando Loygorri

Crónicas enviadas por Olmo Z. desde algún lugar del Mato Grosso


Es la noche. La quinta desde que llegué a esta aldea. La tribu con la que habito -a la que llamaré los titipíes- me cazó clavándome una flecha con veneno en la yugular. No fue toda la tribu, claro, sino tres guerreros/cazadores que -camuflados entre el follaje de la selva y dada mi nula pericia para discernir pinturas en un rostro y plumas en una cabeza de arbusto y pájaro- se toparon conmigo cuando seguían la pista de un tapú (puede que no fuera un tapú; puede que no estuvieran de caza pero por mi cultura de documental televisivo imagino que tres indígenas armados con arcos, flechas, pintados como puertas y sin hacer apenas ruido -para mis oídos ningún ruido- no deben de estar haciendo otra cosa que cazar). Me desperté -bueno, en realidad no me dormí. El principio activo del veneno me dejó en un estado de semiinconsciencia y paralización de mi cuerpo que me pareció llamativo. Podía pensar pero no podía dirigir mi pensamiento. Tenía la sensación de voluntad pero no podía ejercer esa voluntad- en un bohío de suelo de tierra y la vuelta a la plena posesión de mis facultades psicofísicas fue lenta y podría decir que casi dolorosa porque en el fondo de mí prefería estar en el estado anterior donde la apariencia de la voluntad chocaba con la realidad de la inacción. En fin que cuando me hube restablecido del todo me di cuenta de que estaba completamente desnudo excepto por un canuto de madera -o caperuzón- con el que me habían cubierto la polla y que habían atado con lo que parecía cuero a mi cintura. El canuto mediría unos veinte centímetros cosa que me hizo sonreír y tenía un grosor lo suficientemente holgado por si sufría una erección. Fuera se escuchaban los sonidos propios de una comunidad de humanos y por la luz que se filtraba a través de las paredes vegetales del bohío deduje que debía de ser la tarde (lo deduje porque sí. Desconozco del todo cómo distinguir la luz de un amanecer de la luz de un atardecer a través de las paredes de un bohío en mitad de una selva).
Al rato entró una vieja por completo desnuda excepto por una tira de cuero que rodeaba su cintura y dejó frente a mí un cuenco con líquido y otro con comida. No me miró. Al salir dijo algo así como: Dij utili. Dij utili. Yo le respondí, Gracias, señora y de repente la vieja se empezó a descojonar de risa y haciendo grandes aspavientos salió de la choza. Me disponía a comer tras haberle dado un buen trago a algo que no era agua pura y haber olido la comida- que, por cierto, olía de maravilla; un olor muy parecido a un guiso de gamo- cuando entraron, acompañados por la vieja, cuatro hombres. Uno de ellos marchaba el primero con lo que deduje que debía ser el jefe de la tribu, luego iban los otros tres y por último la mujer que seguía muerta de risa. El canuto que cubría la polla del jefe era mucho más largo que el mío y también lo eran, aunque menos, los que cubrían las pollas de los otros tres. El jefe se me acercó y me dijo: Dij utili. Dij utili. Yo hice un gesto de sometimiemto (por si las moscas) y contesté: Sí, está muy rica, señor, gracias, gracias. En ese momento todos estallaron en unas risotadas tremendas incluso uno de los hombres se tiró al suelo y empezó a revolcarse. Yo no pude por menos que empezar a reírme también, al principio con cierta timidez pero luego me dejé ir y uní mi risa sonora y grave a las suyas más agudas, casi chillonas. Calmado un poco el ataque risorio se fueron dejándome de nuevo solo y yo, más tranquilo, me puse a comer.
Nada me impedía salir de la choza así es que cuando me entraron unas ganas tremendas de evacuar salí y pronto me vi rodeado de una chiquillería curiosa que no cesaba de tocarme y de darme pellizquitos mientras reían y me hacían muecas que yo no sabía de ninguna de las maneras descifrar. Una mujer se acercó a mí y con una especie de grito muy sutil, casi cariñoso, sin hacer gesto alguno ni mostrar enfado me quitó de encima a los chiquillos. Yo me cagaba vivo y llevándome las manos a las tripas y haciendo un gesto de dolor intenté hacerle saber a la mujer mi necesidad cosa que ella entendió y poniéndose a caminar me condujo a lo que, en nuestra civilización, serían los servicios y que allí era una explanada con unos hoyos excavados en hilera. La mujer se alejó unos pasos de mí y se quedó mirando. Yo le hice el gesto de que se fuera con la mano y ella lo repitió y esbozo una sonrisa nada desdeñable. Era tal mi necesidad que sin poder aguantarme me puse en cuclillas y me alivié. Una vez hube terminado me fijé que junto a los hoyos había unas hojas blandas y grandes como de aloe y con ellas me limpié. Fue muy agradable porque sentí un frescor en el ano como jamás había sentido. Tapé el hoyo con un monticulito de tierra que se encontraba justo detrás, sonreí y la mujer me condujo de nuevo a la aldea y allí me dejó a mi libre albedrío.
Los cuatro días siguientes hasta esta noche quinta podría decir que fueron de tanteo. El jefe o rey o emperador o lo que fuera me venía a ver cada mañana y me decía, Cuequi. Yo le respondía, Bien, muy bien, gracias. Entonces él y su séquito volvían a descojonarse y se iban muy contentos por algo que yo no lograba entender. La vieja me traía la bebida y la comida y me decía, Dij utili con lo que yo deduje que esa frase se podría traducir por Coma usted. Me fijé que toda la tribu -que estaría compuesta por no más de cien personas- comían juntos y por las noches, alrededor de una hoguera, hablaban en un orden invariable: primero uno de los niños, luego uno de los hombres y por último una de las mujeres. A mí no me impedían participar en aquellas comidas ni en las veladas nocturnas pero tampoco me invitaban a ellas, así es que decidí, por cortesía, mantenerme alejado. Fue la noche del quinto día -luna nueva- cuando los tres hombres que siempre acompañaban al jefe entraron en mi choza al anochecer, me pintaron la cara con pigmentos blancos y negros, me pusieron un pendiente con una pluma en la oreja izquierda -lo que me sorprendió porque el dolor no fue tanto como había imaginado-, dos de ellos me tomaron de las manos y me condujeron hasta la asamblea. Al llegar me sentaron junto a los niños y cuando todos los que aquella noche hablaban hubieron terminado, el jefe, con una gran sonrisa y extendiendo la mano hacia mí, me dio la palabra.

Narrativa

Tags : Las homilías de un orate bancario Redactado por Fernando García-Loygorri Gazapo el 09/08/2017 a las 13:46 | Comentarios {0}








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